jueves, 25 de enero de 2018

DOS MIL VEINTISEIS







De todos los dones que la vida me ha otorgado, uno de los que más agradezco y utilizo, es que nunca tiro la toalla.
Es natural que se me haya concedido ese don tan precioso, porque soy una persona que tropiezo constantemente en las mismas piedras.
Casi todas están basadas en el ego, que me pone una venda en los ojos para no ver la verdad en mis asuntos, a pesar de que tengo una gran facilidad para ver la de los demás.
Ha comprobado que es bastante habitual.

Siempre quiero corregir mis defectos y lo que no me gusta de mí y he comprobado que hablando con mis amigas íntimas, doy pasos porque me ayudan a ver lo que no quiero.

Al decir “no quiero”, no trato de expresar un “no quiero” defendido por mi a ultranza, en absoluto.
En un “no quiero” que está dentro al que me agarro desesperadamente, porque tengo miedo.

¿Miedo?

¿Miedo a qué?

Creo que es el miedo a subir un escalón.
Miedo a que si elimino algo con lo que llevo viviendo mucho tiempo y estoy tan contenta, tal vez no sepa cómo comportarme.
Es como abrir una puerta de mi vida que no sé a donde me va a llevar.

El tema que ocupa ahora mi existencia, en el que estoy buscando la manera de solucionarlo una vez por todas, está relacionado con mi madre.

Acudo a Jung, una vez más, y encuentro lo siguiente:

Como niño me sentí muy solo, y todavía me siento así, porque sé cosas y debo aludir a cosas que otros aparentemente no saben en absoluto, y la mayoría no quieren saber

Dado que los demás son espejos de mí misma, veo eso que dice Jung en personas a las que conozco bien y al final, lo he visto en mí.
Solamente el hecho de verlo y saber lo que me estaba pasando ya me ha solucionado la mitad del problema.

Esa conexión tan profunda y excesiva que yo mantenía con mi madre, a quien había entregado mi poder, convirtiéndome en una sufridora de mi “pinche tirano” como diría Castaneda, no fui capaz de romperla mientras ella estaba viva.
Le tenía miedo, pánico, ante su presencia me empequeñecía y ella se crecía, tal vez sin darse cuenta pero a mi me afectaba, me sentía humillada, como si fuera una hija que solo le proporcionaba problemas y disgustos.
Y la verdad es que aparte de los años que estuve metida en drogas, nunca hice nada censurable, a mi entender, claro.

Todas esas emociones que ensombrecían mi vida, en cuanto ella murió, se convirtieron en una enfermedad física que no me pertenece y de la que quiero librarme.
Han pasado muchos años en los que he estado ciega para ver que se trataba de algo que no es mío, eso era de mi madre y quiero que quede claro, por lo que ya he llamado a Mercé Freixas, la biodescodificadora para que en febrero que estará en Bilbao, tengamos una consulta y extirpemos lo que no me pertenece.
Estoy contenta.

Una batalla más que espero ganar.  







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