viernes, 19 de enero de 2018

DOS MIL VEINTE







Al hablar ayer de la margen izquierda, recordé otros momentos felices pasados allí.
Borja Satrústegui, un artista a quien conocía, tenía en Sestao una taberna muy especial, que se llamaba “William Blake, el matrimonio entre el cielo y el infierno”.
Borja era pintor y chef.
Había decorado a mano toda la pared del local, que era bastante grande, así como las mesas y las sillas.
Desde la ventana se veían los altos hornos en pleno funcionamiento.
Abría a las 19:00 horas y cerraba cuando se iba la gente.
Daba de cenar sin límite de horario.
Desde el primer día que fui, me enamoré del local.
Jamás pensé que en el gran Bilbao, pudiera existir un lugar tan cosmopolita y sofisticado como el William Blake.
Empecé a ir casi todos los días y mis amigos también.
Poco a poco fui conociendo a Borja y un día me contó que se había quedado sin un camarero.

Pensé que podría ser una experiencia interesante ver el mundo desde el otro lado de la barra y me ofrecí para trabajar allí.
Le costó acceder, debió de pensar que me cansaría a la semana, pero se equivocó.
Al principio solo trabajaba los viernes y los sábados, los domingos y los lunes, cerraba.
Todo lo que servía era lo mejor de lo mejor.
Los cazadores le llevaban sus piezas.
Todo lo que cocinaba estaba estupendo, pero creo que la caza era su especialidad.
Parecía mentira que en una taberna discreta de Sestao se pudiera encontrar un lugar tan especial en el que se comiera y bebiera tan bien.
La verdad es que Borja, que de verdad sabía cocinar, se sentía orgulloso y si llegaba alguien pidiendo una merluza en salsa verde, le mandaba a un asador de Santurce.
Se vanagloriaba de su excelente cocina tan fuera de lo común.
Solía recordar que Leonardo también fue un gran cocinero.

Yo lo pasaba muy bien, pero empecé a beber.
Nada más llegar me servía una copa.
Me encargaba de la barra, de las mesas y de las reservas.

Me encantaba la diversidad de gente que acudía.
En una mesa podía estar el alcalde de Bilbao con una modelo de Portugalete.
En otra, los componentes de una banda de rock, que iban a tocar al día siguiente.
Una vez serví a una familia de gitanos muy elegantes, que eran vegetarianos y les convencí para que pidieran ciervo, ya que se alimentan de hierba.

Borja era muy detallista.
Las flores siempre vivas, recién compradas los viernes en el mercado de Portugalete.
También compraba allí los guisantes y se pasaba horas sacándolos de la vaina.

A veces organizaba conciertos en vivo, ya que tenía amigos músicos.
La música de fondo del local siempre era clásica y muy escogida.

Una vez me dijo:

Pon los conciertos de Branderburgo que son muy animados.

Al cabo de dos o tres meses tuve un accidente de coche y decidí que ese trabajo, a pesar de que me encantaba, no era para mi.
Tenía la sensación de que cada día era una fiesta y terminé como el rosario de la aurora.

A pesar de que el coche se destrozó, siniestro total, yo salí indemne, pero me di cuenta de que mejor me quedaba en mi casita, ya me había divertido lo suficiente.







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