lunes, 31 de agosto de 2015

Pasó algo espantoso











Todo lo que sucede en la vida es por algo.
Nada es casual.
Eso es lo que dicen y yo me lo creo.

Cuando yo tenía once años iba al colegio de la Vera Cruz de Bilbao donde estaba mi tía Pepín, hermana de mi padre, que era monja.
Siempre tenía tías monjas en mis colegios por lo que me solían mimar.
Mi hermano el pequeño también iba a ese colegio.
Un día nos sacaron de la clase a mi hermano y a mi y nos llevaron a un cuarto donde nos esperaba la tía Pepín.
El ambiente era raro, tenso, desconocido para mi.
Había notado que las niñas de mi clase se comportaban de una manera diferente a la habitual.
La tía Pepín siempre era muy cariñosa pero aquel día estaba distinta, como si no supiera como actuar.
Creo que nos dieron alguna golosina.
No lo recuerdo bien pero se notaba una tensión incómoda, además de la sensación de que nos escondían algo.
Al final, la tía Pepín nos contó que mi hermano Carlos había tenido un accidente y que nos iban a llevar a nuestra casa.
Yo sentí algo que no había sentido nunca antes de saber lo que había pasado, algo profundo y muy doloroso.
Intuí algo.
Al llegar a casa el ambiente era muy triste y lo único que sé es que mi madre lloraba, que nadie hablaba, que había mucha gente y que había sucedido algo espantoso.

Mi primo Isín había disparado a mi hermano Carlos jugando con una pistola que estaba en la oficina de mi padre.
Operaron a Carlos pero no consiguieron que viviera.
Carlos tenía diez y seis años.
Yo le quería muchísimo.

Parece ser ,que como mi hermano Carlos era más bien revoltoso y poco estudioso, mi padre le puso un profesor particular, que le daba clase en su oficina.
Este profesor había sido policía y le había enseñado una pistola descargada.
Se supone que Carlos le llevó a mi primo Isín que era de su misma edad, le enseñó la pistola, jugaron con ella y era mentira que no estaba cargada.
A isín se le escapó un tiro que entró en la cabeza de mi hermano.

Todo fue tremendo.
Ni siquiera recuerdo como me enteré porque no se hablaba de ese tema.
A mi me mantenían al margen pero el ambiente de mi casa cambió.
Mi madre que había sido muy alegre, se volvió triste.
Mi padre estaba más cariñoso con ella.
Se iban a Biarritz todos los fines de semana y se notaba que mi padre intentaba distraer a mi madre.

Lo único que sé es que fue la primera vez en mi vida que sentí dolor, un dolor intenso que me duró una larga temporada.
Es una especie de dolor que solo se tiene cuando lo que se siente no tiene arreglo.
Cuando solo el tiempo lo puede curar.
Más tarde mi madre me contaba que, cuando estaban en la clínica por la noche después de la operación y Carlos murió, le dio un abrazo a la tía Mercedes que era la madre de Isín y le dijo:

No te sientas mal, Mercedes.
Podía haber sido al revés.

sábado, 29 de agosto de 2015

Una sorpresa inesperada












Antes de hacer PH y de que mis hijos mayores se fueran a California para estudiar sus carreras, el ambiente de mi casa no era agradable.
Yo no me ocupaba demasiado y mis hijos se daban cuenta de que nuestra casa no funcionaba como las de los demás.
Mi madre solía estar pendiente de que hubiera comida y nunca faltó lo esencial pero mi estilo de vida no era el de un ama de casa convencional.
Hacía lo que podía.
Durante una temporada muy larga intenté llevar doble vida, hasta que llegó un momento en que resultaba demasiado cansado.
El punto de inflexión lo tuve en la terraza del bar Lepanto de Bilbao.
Estaba tomando el aperitivo con un grupo de amigos haciéndome la buena, vestida en plan niña mona con el falso bolso de Hermès y las pulseritas de pelo de elefante que estaban de moda.
De repente pude ver cómo mi amiga Eugenia Fraile, pionera de las drogas en Bilbao, guapísima, altísima y tambaleándose, se dirigía a casa de sus padres que vivían en Fernández del Campo.
Sentí envidia.
Ella no hacía el paripé como yo.
Decidí hacer lo que me diera la gana sin disimular.
Dejé de preocuparme por mi aspecto.
Encontré a muchísimas personas afines a mi.
Es increíble la cantidad de yonquis que son invisibles hasta que te conviertes en uno de ellos.
Puede ser la dependienta de la frutería, el médico de cabecera, el profesor de tu hijo que es del Opus Dei...
La vida del yonqui está llena de altibajos.
Se puede pasar del cielo al infierno varias veces en un día.
Se vive al momento.
Solo cuenta el presente.
Los problemas se solucionan cuando se presentan.
Me había metido en un túnel en el que no veía la salida.
La trayectoria de las drogas, salvo excepciones, suele tener varias fases.
Yo ya estaba en la más peligrosa.
Un yonqui no siente como los demás.
Un yonqui no ve más allá de su necesidad inmediata para lo cual es capaz de hacer lo que sea menester, mentir, robar, engañar, falsificar…
Además, la heroína te da una especie de superpoderes para saber exactamente donde encontrar lo que necesitas.
Una de mis fuentes para conseguir dinero era mi hijo Jaime.
Él siempre tenía dinero.
Notó que le desaparecía y empezó a esconderlo.
Cuando él estaba en el colegio yo me ponía en el medio de su cuarto, cerraba los ojos y dejaba que el instinto me guiase.
Siempre acertaba.
Me acercaba a su librería, estiraba la mano, sacaba un libro y ¡Eureka! 
Nunca fallaba.
Hasta que falló.
Un día de gran necesidad, no acerté.
Más tarde me enteré de que había decidido meter su dinero en un banco.
Me vi en tal aprieto que fui al cuarto de Beatriz en donde ya tenía localizada su caja fuerte.
La cogí y me fui al Caracas donde me encontré con Javi López Tapia que me dijo:

Ven, vamos a mi casa que yo eso lo soluciono en un minuto.

Así fue.
Abrió la caja fuerte de Beatriz y ante nuestro estupor, encontramos que estaba vacía, excepto un papel en el que estaba escrito:

TE JODES LADRONA






viernes, 28 de agosto de 2015

Así se escribe la historia












Poco antes de terminar Proyecto Hombre organizaron un evento al que invitaron a los medios y a los familiares de los toxicómanos.
Se trataba de dar a conocer en qué consistía todo el tratamiento.
Habían pasado un par de años desde que PH se fundó en Bilbao y ya se podían apreciar los resultados.
El evento consistía en una breve presentación y algunas obritas de teatro.

PH constaba de tres fases bien definidas: 
La primera fase se hacía en plan ambulatorio, viviendo con la familia y con vigilancia constante.
Es una fase dura porque el cambio es muy radical.
Se llama "Acogida" y además de los grupos terapéuticos se hace bastante teatro.
La segunda fase consiste en una terapia muy fuerte en un internado en el campo.
No recuerdo el nombre.
Los que llegan hasta aquí ya están preparados para trabajar con una disciplina férrea y así enderezar lo que llamaban “el árbol caído”.
Cuando se ha conseguido terminar esa fase que es durísima, se hace la "Reinserción", que consiste en vivir en un piso de Bilbao con un poco de libertad bajo unas normas muy rígidas.
Esta fase fue la más difícil para mi.
Me costaba mucho.
Me costaba no vivir en mi casa, me costaba saber que mi hijo el pequeño me echaba de menos y me costaba estar tan cerca de todo sin tener acceso a nada.
Mis hijos mayores estaban estudiando en California.

Cuando se organizó el evento yo ya estaba en la tercera fase.
Me dedicaba a llevar grupos de jóvenes.
Los que ya han pasado por las diferentes fases ayudan a entender a los que vienen de la calle, que aunque parezca imposible, se puede cambiar de vida.

Me gustaba poder ayudar a los nuevos con todo lo que había aprendido.

Nosotros, los antiguos, nos ocupábamos de asuntos serios, no teníamos tiempo para hacer obras de teatro, así que cuando nos propusieron que preparásemos algo, nos negamos en rotundo sin tener en cuenta que en PH nada es imposible.
Me pidieron que escribiera algo para que lo leyera otra persona y así poder informar a la audiencia de lo que supone pasar por esa experiencia.
Acepté sin problemas.
Justo cuando el evento había comenzado, al que iba a leer mi texto le entró una especie de pánico escénico y la directora me dijo que lo leyera yo.
Tuve que decir que si, a pesar de no tenerlo ensayado.
Se trataba de afrontar.
Nos habían inculcado tanto lo de afrontar que pensé que podía leerlo, así que salí al escenario sin demasiado miedo.
Cuando me encontré con tanta gente frente a mi con todos los focos iluminándome y un silencio aterrador esperando a que hablara, me empezaron a temblar las piernas sin poderme controlar.
Hice un esfuerzo sobrehumano y casi tartamudeando empecé a leer el texto que yo misma había escrito.
Supongo que lo que dije me salió del corazón porque el aplauso que recibí cuando terminé de leer y de temblar fue apoteósico.
Al salir del escenario la persona que tenía que haberlo leído, me dijo:

¡Como afrontas Blanca!

Lo agradecí.
Ese era el mayor piropo que me podían decir en ese momento.
Al día siguiente salió un artículo sensacional en El Correo, que es el periódico que lee todo el mundo en Bilbao.
Ponían por las nubes a PH y al evento del día anterior.
Terminaba el artículo diciendo que el emotivo discurso final lo había leído una madre que tenía tres hijos toxicómanos haciendo Proyecto Hombre.
Eso fue lo mejor de todo.

Me hizo gracia.

miércoles, 26 de agosto de 2015

Manolo me hizo recapacitar











Cuando comenté con mi sobrino que ahora me dedicaba a escribir, me preguntó qué contaba en mis escritos y al decirle que de momento mis textos son autobiográficos, comentó con cierto desdén:

¡Que fácil!
Eso lo tienes muy sabido.

Sin lugar a dudas que lo tengo muy sabido, pero se puede matizar.
Hablar sobre mi vida tal vez sea fácil en el sentido de que hablo de algo que sé, no tengo que inventar nada, en eso estoy de acuerdo, pero contar lo que sentía ante ciertos acontecimientos no siempre resulta fácil, requiere un esfuerzo y puede resultar arriesgado.
No solo exige un proceso de reflexión para reconocer mis verdaderos sentimientos ante lo que acontece, sino que también es preciso ser valiente para contarlo.
Hablar de lugares comunes sin implicaciones no me parece interesante.
Lo que yo experimento solo a mi me pertenece y no es discutible.
A medida que publico mis textos en los que expreso lo que siento sin hacer concesiones, me encuentro con algunas personas que no solo me entienden y agradecen, sino que incluso están de acuerdo conmigo, aunque a veces lo que expreso esté en desacuerdo con el sentir general.

Empecé a escribir en enero del año en curso y para entonces mi madre ya se había muerto.
No creo que me hubiera atrevido a contar lo que cuento si ella estuviera viva todavía.
Aunque no tenía ordenador, la cabeza le funcionaba muy bien y no sé cómo, pero se enteraba de casi todo.
No sé si lo que yo sentía por ella era miedo o respeto pero puedo asegurar que me siento mucho más libre para expresarme sabiendo que ya no está en este mundo.
A ella le preocupaba el “qué dirán”.
Solía decir:

 “No solo hay que ser buena sino parecerlo”.

A mi me preocupaba “que dirá mi madre”.
Dos interpretaciones divergentes de un sentimiento similar.
En definitiva, barreras, cortapisas, miedos.

Así es la vida, alegre y divertida.






martes, 25 de agosto de 2015

Conversaciones con mi madre











Ya estaba a punto de terminar PH y me encontraba muy sana, fuerte y encantada de la vida.
Fui a visitar a mi madre y mantuvimos una conversación en la que le comenté lo bien que estaba y las ganas que tenía de volver a casa, ocuparme de mis hijos y vivir con normalidad.
Me escuchó concentrada en su punto como de costumbre, me miró con una expresión de desconfianza y sentenció:

Tu nunca te vas a curar, Blanca, porque no quieres curarte.

Me extrañó que dijera eso estando yo tan positiva y teniendo tan claro lo que deseaba hacer, así que repliqué:

Los demás se curan, no sé por qué yo no voy a curarme.

Inmediatamente, como si ya tuviera pensada la respuesta, exclamó:

Los demás serán más dóciles.

Me callé.
Ese era el tipo de ánimos que me daba mi madre.
En otra ocasión en la que tuvimos opiniones divergentes, haciendo uso de su genio, exclamó:

Eres ingobernable.

Conservo en mi cabeza algunas de sus frases que permanecen impasibles a pesar del paso del tiempo.
La mas extravagante me la dijo hace muchos años cuando mis padres todavía pasaban los inviernos en Bilbao y yo ni siquiera sabía que existían las drogas:

Cuando las dos estemos muertas y tu estés en el infierno y yo en el cielo, mirarás hacia arriba y me dirás:
¡Que razón tenías mamá!

No me impresionaba demasiado, me hacia gracia que tuviera valor para decir cosas tan poco convencionales, siendo una mujer cuyos valores estaban anclados en la tradición.
En esa época recuerdo que un día, sin venir a cuento, me dijo:

A veces te miro y me pregunto si has perdido el norte.

Yo estaba estudiando BBAA y ella me había comentado que no le parecía “normal” que una mujer casada y con tres hijos fuera a la universidad.
Me recuerda a ciertos pasajes de “Les femmes savantes” de Moliêre que aprendí a recitar de memoria cuando estaba interna en Burdeos.
La verdad es que rara vez me sorprendía porque sabía de antemano lo que ella pensaba sobre la vida, que casi siempre era opuesto a mis ideas, pero reconozco que me llamó la atención lo que me dijo sobre Dios en una ocasión en la que dio por hecho que yo no era creyente.
Le dije que eso no era así, yo creía y creo en Dios firmemente.
Ante una afirmación tan tajante y personal, poco podía decir y sin embargo encontró la manera de tener razón una vez más y consiguió que me quedara muda como de costumbre.
Dijo:

Bueno, pero tu dios es retorcido.

Ella tenía la capacidad de obnubilarme.

Podía haberle respondido que solo hay un Dios verdadero y todo lo que me habían enseñado desde pequeñita pero ante ella mi razón se ofuscaba y terminaba marchándome con las orejas gachas y la sensación de que toda mi vida era una perfecta equivocación.
Gracias a Dios, cuando estaba en mi territorio volvía a conectar con mi mismidad y se disipaban las dudas.

lunes, 24 de agosto de 2015

A Baudelaire y a mi nos aburre la escultura










"Podemos observar que todos los pueblos tallan muy diestramente fetiches mucho antes de abordar la pintura, que es un arte mucho más alto y de razonamiento profundo y cuyo goce mismo exige una iniciación particular”, escribía Baudelaire.





Me ha encantado enterarme de que a Baudelaire le parecía aburrida la escultura.
A mi me pasa lo mismo, pero no me atrevía a reconocerlo.
Notaba que no sentía nada cuando dibujaba con carboncillo las estatuas griegas y me quedaba fría en los museos, ante las grandes y famosas estatuas que se exhiben arrogantes, ajenas al tímido paseante que no sabe qué pensar ni qué decir, entre esos gigantes que ocupan el espacio infinito.
No hablemos de los millones de esculturas que te acechan en las calles de las ciudades post modernas que presumen de favorecer las artes y la cultura.
¡Que horror!
Me reservaba la opinión y trataba de no mirar para que no me estropeasen la vista de un árbol milenario en un jardín precioso, solo profanado por esas especies de bultos deformes colocados sin piedad.
Las detesto.

De repente surge alguna con cierta gracia como la que han dado en llamar “La patata” de Andrés Nagel, que la cambian de sitio todo el tiempo porque no saben qué hacer con ella.

Recuerdo con alegría una exposición de Calder en el Guggenheim de Bilbao, cuando casi no había gente y disfruté de un sentimiento delicado, casi zen.
Las esculturas de Calder no están quietas, tal vez los móviles no se consideren esculturas.
El movimiento les otorga un encanto especial.

Me gustaron unas esculturas de Baselitz que estaban expuestas temporalmente en el LACMA(1).
Eran como figuras de madera cubiertas con tela de flores, creo recordar.
No las he vuelto a ver ni en la realidad ni en internet.

Algunas esculturas de Oteiza me emocionan hasta el llanto.
Me ha pasado en más de una ocasión, al verme rodeada de sus cajas metafísicas.
No sé explicar lo que siento ante la obra de Oteiza, es algo más profundo que una emoción estética, está relacionado con el espíritu, es más bien una emoción anímica.

También respeto “La materia del tiempo” de Richard Serra que se encuentra en el Guggenheim de Bilbao.
Además, me gusta que sea gran admirador de Oteiza, a quien considera su "alma gemela" por "la intensa soledad" que manifiesta la obra del artista vasco, que "conecta con un carácter existencial remoto que reconozco yo mismo”(sic).





(1) Los Angeles County Museum of Art

domingo, 23 de agosto de 2015

Un hecho doloroso










Había varios niños bañándose y de repente una ola se llevó a unos cuantos.
Algunos salieron solos pero otros no lo consiguieron.
Yo me metí en el agua con la intención de sacar al mío.
Me encontré un niño que se estaba ahogando y lo saqué y se lo di a mi marido que venía detrás de mi.
Seguí adelante y me encontré otro niño que se estaba ahogando y lo cogí y se lo di a mi marido.
Para entonces el mío ya se había ido.
Contado así parece un cuento de idiotas pero es exactamente lo que sucedió.
Yo no me siento ni culpable ni lo contrario.
Supongo que si quisiera podría pensar muchas cosas y ninguna bonita, así que me limito a aceptarlo.
Cuando se lo conté a Charo Alemany, terapeuta del alma, me dijo que había sido muy generoso por mi parte.
No tengo intención de engañar a nadie diciendo que fue un acto heroico.
En absoluto.
Si hubiera sido consciente de lo que estaba haciendo habría salvado a mi hijo, pero no lo hice.
Hecho está.
No tengo mucho más que decir.
Vivo con ello.
Lo acepto.


sábado, 22 de agosto de 2015

Un momento decisivo












Hubo un momento de lucidez en el que me di cuenta de que no podía seguir en el camino de las drogas duras.
Simplemente ya no me hacían efecto.
Solamente me quitaban el malestar pero no me ofrecían nada bueno.
Ya sé que las drogas no son aconsejables y que es mejor evitarlas pero durante un tiempo es innegable que producen una experiencia muy placentera difícil de obtener de otra manera.
Así que cuando vi con claridad una vez más que había llegado el momento de parar, fui a casa de mi madre a pedir sopitas, segura de que me llevaría a un buen psiquiátrico para desintoxicarme como en otras ocasiones.
Me equivoqué.
Mi madre, que no era idiota, se había dejado asesorar por alguien que sabía del tema y antes de que yo me expresara, me dijo:

“No cuentes con mi ayuda ni con mi dinero”.

No lo podía creer.
Nunca me había dejado en la estacada.
Salí a la calle sin saber a donde dirigirme.
Y sucedió el milagro como sucede siempre que me siento incapaz de resolver mis problemas.
Me encontré con un ángel que me mandó a Proyecto Hombre.
Proyecto Hombre es una terapia muy fuerte, especial para la rehabilitación de toxicómanos.
La empezó a poner en práctica un sacerdote italiano en Bolzano tomando como referencia lo que hacían en Estados Unidos para desintoxicar a los soldados que volvían  de Vietnam en pésimas condiciones.
PH no era tan duro pero la base era la misma.
Es difícil, muchos tiran la toalla, pero yo lo conseguí.
Tenía muy claro que era mi única alternativa.
No tenía salida.
Y lo hice.
Me sentía como los astronautas cuando se entrenan para ir al espacio.
Me preparaba para disfrutar de la vida.
Hacía muy poco tiempo que empezaba en Bilbao y a pesar de que mis condiciones no eran las habituales, llegamos a un acuerdo para que me admitieran.
La gente que empezaba PH era más joven y no tenían la vida tan organizada como yo.
En principio exigían que la persona que hacía PH estuviera siempre acompañada.
Gracias  a Dios mi madre se negó.
El presidente de PH le preguntó:

¿No tiene tiempo?

Y ella contestó:

Si, claro que tengo tiempo pero no quiero hacerlo.

No le quedó más remedio que hacer una excepción y permitirme estar sola, lo que para mi supuso un gran alivio.
Creo que no habría sido capaz de dejarme acompañar por mi madre, con quien no me llevaba nada bien ni tenía demasiado en común.
Lo hice como pude, a trancas y barrancas, teniendo muy claro que pasara lo que pasara no me permitiría tirar la toalla.
Lo conseguí.
Desde que terminé PH nunca se me ha pasado por la imaginación la idea de “experimentar con drogas”.
Creo que nunca podré agradecer suficiente a mi madre lo que hizo conmigo.
Gracias a su negativa no me quedó más remedio que tomar las riendas de mi vida, ya que en definitiva, era mi propia responsabilidad.
Para ella no fue fácil y sin embargo a mi me salvó la vida.

He tenido suerte.

viernes, 21 de agosto de 2015

Un sueño terrible











Cuando volví de Elizondo me encontraba en plena forma.
Había pasado un mes y medio en el psiquiátrico y la desintoxicación había resultado un éxito.
Me encontraba como nueva y no tenía ganas de volver a las andadas.
Estaba fuerte, sana, contenta.
Poco a poco iba recuperando mi vida, tenía ganas de pintar, de salir, de ir al cine, de estar con gente…
Al cabo de unas semanas discutí con mi madre como de costumbre y me puse nerviosísima.
No me gusta discutir con nadie y mi madre en concreto tenía la capacidad para sacarme de quicio.
También yo a ella.
Tan mal me encontraba que salí a la calle con la idea de comprar heroína.
Era lo único que me venía a la cabeza para tranquilizarme.
Me encontré con alguien que me recomendó no comprar nada porque lo que había era muy malo y me iba a sentar mal.
Así que volví a casa con las orejas gachas y me metí en la cama.
Soñé una especie de continuación de lo que había sucedido ese día, pero esta vez sí había comprado el caballo y cuando llegué a casa me lo estaba pinchando.
Y mientras tenía la aguja en el brazo, antes de apretar la jeringa vi que mi madre estaba enfrente de mi y pensé:

¿Por qué me estoy matando a mi misma en vez de matar a esa vieja?

Tiré la chuta con fuerza y se clavó en el techo.
Me desperté.
Era temprano por la mañana.
Me vestí y fui a casa de mi madre para contarle el sueño.
Me escuchó y no dijo nada.
Nunca habló de ese sueño.
Para mi fue importante.
Me clarificó bastantes asuntos que tenía pendientes.

Prefiero no soñar, ni dormida ni despierta, me interesa más la realidad, pero aquel sueño me dio una pista que me enseñó a quererme y respetarme.

jueves, 20 de agosto de 2015

Matisse y el aprendiz









Matisse abrió la puerta de su estudio a un aprendiz que le pidió estar con él para aprender a pintar.
Matisse aceptó sin condiciones.
Cada día iban juntos al campo a pintar del natural.
Matisse pintaba.
El aprendiz le miraba, le copiaba y poco a poco iba aprendiendo.
Solo el hecho de estar con Matisse y verle pintar era un privilegio.
Matisse lo sabía y pensaba que el estudiante se daba cuenta de la oportunidad que le estaba ofreciendo.
Un día el estudiante le dijo que al día siguiente no iría a pintar con él porque tenía algo que hacer.
Matisse comentó:

¡Ah! Pensaba que eras un pintor.

Cuando leí esta anécdota algo en mi interior se conmovió.
La entendi.
Pienso lo mismo que Matisse.
No solo respecto a la pintura, que también, sino a cuando algo te interesa de verdad, con pasión, con la certeza de que es importante hasta el punto de adquirir un compromiso.
Puede ser el deseo de pintar o de escribir o de practicar el conocimiento o de amar a una persona.
Se trata de una actitud que exige entrega absoluta.
Yo solo veo la posibilidad de disfrutar de la vida en esa entrega, en el compromiso.
No es necesario recolectar los frutos de la acción sino que en el esfuerzo radica la satisfacción.
Tampoco me refiero a lo que nos enseñaban sobre la satisfacción del deber cumplido.
Es algo más profundo y personal que no se ve por fuera.
Está relacionado con el conocimiento del ser, de la vida, de lo que se siente.
En 1980 con motivo de la extraordinaria exposición de Motherwell con la presencia del artista, un periodista le preguntó quien consideraba que era el mejor artista del siglo veinte, a lo que sin dudar respondió que Matisse.
No me extraña.
Tanto el trabajo artístico de Matisse como su personalidad me emocionan como pocos pintores consiguen hacerlo.
Me trasmite alegría, libertad, soltura, luz, amor al arte, pasión por la creatividad…
Nunca me canso de ver su obra.
Y siempre consigue conmoverme.
Ya enfermo se dedicó a cortar papeles y pegarlos…
¡Que grande era Matisse!
Pasaba muchas horas charlando con Pablo Picasso cuando ambos vivían en el sur de Francia.
Matisse era el mayor de los dos por lo que ambos daban por hecho que moriría el primero y le comentaba a Picasso bromeando:

¿Con quién hablarás de arte cuando yo me muera?

En su libro “Picasso y Matisse” Francoise Gilot escribe: 

“Matisse era un poeta, que buscaba lo esencial y que, milagrosamente, lo encontraba".

miércoles, 19 de agosto de 2015

Sobre los hijos










Tener hijos es un asunto demasiado serio.
A mi nunca me habían explicado lo que significan los hijos.
Decían que tener hijos es una maravilla y todas las madres estaban entusiasmadas con sus bebés.
En realidad nadie me había hablado de las cosas realmente importantes de la vida.
Estudié latín, griego, historia, geografía, religión y muchísimas más asignaturas, pero nadie me hizo saber que la felicidad es un peso que cada uno debe llevar sobre sus propios hombros.
Cuando nació mi hija Beatriz yo tenía 21 años y me llevé un susto morrocotudo.
Me daba mucho gusto tener en brazos a mi niña y experimenté un amor que jamás había sentido pero el cambio que sufrió mi vida me pilló de sorpresa.
Al principio no me encontraba bien y en el momento en que me recuperé pude comprobar con estupor que no podía hacer nada de lo que tenía por costumbre, salir, entrar, ir, venir, dormir… Antes de darme cuenta de lo que estaba haciendo con mi vida me encontré a los 23 años con tres hijos y sin poder hacer absolutamente nada de lo que me gustaba.
Recuerdo aquella época como algo muy decepcionante.
Dejé de pintar, de leer, de ir al cine, no veía a mis amigas, mi cuerpo se había deformado y la expresión de mi rostro se había convertido en una mueca de perplejidad.
Siempre estaba cansada y nerviosa.
Mi vida se había convertido en una pesadilla.
Gracias al amor que sentía por mis hijos fui capaz de seguir adelante a pesar de todo.

Tenía un vínculo precioso con ellos pero eso no era suficiente para llenar el vacío que sentía.

Era joven, sana, casada con un marido del que estaba enamorada, tenía unos niños preciosos
¿acaso tenía motivos para no ser feliz?
A nadie se le ocurrió preguntarme ¿que tal estás? ¿cómo te sientes?
No solo no era feliz sino que ni siquiera tenía con quien comentar mis sentimientos.
En aquella época no se hablaba de asuntos privados y mucho menos para decir que los hijos no me llenaban.
Años más tarde cuando mis hijos eran adolescentes, incluso los psiquiatras ponían el grito en el cielo cuando se mencionaba algo parecido.

El vínculo instintivo que se crea con los hijos me parece excesivo.
Se les quiere demasiado.

Me tranquilicé cuando leí el poema de Khalil Gibran:

Tus hijos no son tus hijos, 
son hijos e hijas de la vida 
deseosa de sí misma.
No vienen de ti, sino a través de ti, 
y aunque estén contigo, 
no te pertenecen.
Puedes darles tu amor, 
pero no tus pensamientos, pues, 
ellos tienen sus propios pensamientos.
Puedes abrigar sus cuerpos, 
pero no sus almas, porque ellas 
viven en la casa de mañana, 
que no puedes visitar, 
ni siquiera en sueños.
Puedes esforzarte en ser como ellos, 
pero no procures hacerlos 
semejantes a ti 
porque la vida no retrocede 
ni se detiene en el ayer.
Tú eres el arco del cual tus hijos, 
como flechas vivas son lanzados.

Gracias a la sabiduría que encierran las palabras de Gibran sentí que no estaba sola en este mundo.


martes, 18 de agosto de 2015

Testamento Vital








Hace unos cuantos años, cuando la vida parecía que iba a durar siempre, Rosa Saez, mi amiga del alma, me comentó que tenía intención de hacer testamento vital.
Nunca había oído hablar de otra cosa que no fuera testamento de bienes materiales.
Me explicó que consistía en evitar que me mantuvieran viva en caso de estar al borde de una muerte inevitable y me pareció una idea excelente.
Pedimos una cita sin saber demasiado bien en que se basaba.
Vendría un señor del Gobierno Vasco.
Y así fue.
El día señalado acudimos ambas a la entrevista.
Creo recordar el nombre de la persona que nos atendió: Nicolás Vidal.
Era muy amable y delicado.
Supongo que para ese tipo de trabajo es importante tener cierta sensibilidad.
Nos hizo muchas preguntas.
Primero a Rosa y luego a mi.
La mayoría de las preguntas eran difíciles de responder.
No porque fueran difíciles en sí, sino porque como nunca nos habíamos muerto, no teníamos experiencia y contestábamos sin saber realmente lo que nos convenía, pero el señor Vidal, con santa paciencia, nos explicaba las ventajas de elegir una muerte determinada.
Para poner un ejemplo diré el único detalle del que me acuerdo.
Al tener que elegir si morir en un hospital o en casa, yo contesté que prefería en el hospital para no molestar a mi familia.
Craso error.
Se molesta mucho menos y es mas agradable para todos hacerlo en casa.
Me quedé tranquila y satisfecha.
Sobretodo tuve la sensación de ser una persona evolucionada.
Durante los últimos años se han muerto varias personas de mi familia y he comprobado que un testamento vital habría facilitado las cosas y que la muerte resultara más fácil y placentera.



lunes, 17 de agosto de 2015

La policía hace su trabajo










Algunas noches me faltaba tranquilidad.
Vivir en una planta baja puede resultar molesto y peligroso.
Mi exmarido conocía muy bien las diversas maneras de entrar en la casa sin necesidad de usar las llaves.
Así que a veces, no demasiadas gracias a Dios, se presentaba borracho en el medio de la noche y cuando yo le oía forcejeando, llamaba a mi hermano Gabriel que con santa paciencia bajaba, hablaba con él y conseguía que se marchara.
Todavía recuerdo que el primer día que le llamé, Gabriel apareció con una escopeta de caza.
No recuerdo cómo ni por qué, el comisario Daniel Romero que era el que me había entrevistado cuando me llevaron a comisaría, se había enterado de mis problemas y me había dado su teléfono privado.
Quizás lo hiciera a través de Cala a quien conocía por motivos diferentes a los míos.
Me vino bien.
Estábamos todos en mi cuarto viendo la tele y Carlos empezó a dar golpes.
Llamé a Romero e inmediatamente se presentaron dos policias de paisano.
Teníamos miedo.
Parecía que Carlos estaba violento.
No conseguía entrar y empezó a llamar por teléfono.
Un policía cogió el teléfono e imitó tan bien la voz de un niño que consiguió hablar con él y que dejara de molestarnos.
Mi dormitorio parecía el plató de una película en lugar de una casa particular.
En mi mesa de trabajo había una caja preciosa de madera antigua que había sido de mi abuelo en la que guardaba los lápices de colores.
Mi madre me la había regalado.
Un policía me preguntó qué tenia dentro.
Entre ellos comentaron:

_Parece el estuche de un “Magnum".

No daba crédito a lo que estaba sucediendo.
Yo en la cama, los niños en pijama, el pequeño en su cuna…
Los policías en mi cuarto.
No comprendo como era capaz de mantener la calma.
Mi exmarido era un gran cinéfilo.
Desde su más tierna infancia se escapaba del colegio para ver sesiones dobles.
Conocía a los actores, guionistas y directores y además sabía los títulos de todas las películas así como los argumentos.
Tenía una memoria privilegiada.

Creo que veía la vida como si fuera el guión de una película americana.

domingo, 16 de agosto de 2015

¡Cuántos acontecimientos!










He tenido suerte con los embarazos.
Me sentaban bien.
Y el que me tocó estando sola fue perfecto.
Mi vida se centraba en cuidarme, descansar y poco más.
Cala me regaló la decoración del cuarto donde tenía previsto instalar al niño.
Todos mis amigos estaban encantados.
Creo que al verme sola se adjudicaban un poco de paternidad.
Los pintores de San Sebastian decidieron el nombre.
Los Ameztoy me regalaron el capazo que había usado su hija Virginia y Vicente me hizo una cajita con una maravillosa metáfora de un cordón umbilical.
Rosa Valverde organizó una especie de altar y escribió una poesía que auguraba maravillas para mi niño.
Manolo Gandía me hacía mucha compañía, planchaba y almidonaba los faldones. 
El armario del bebé estaba tan ordenado y tan mono que mantenía las puertas abiertas y la luz encendida para contemplarlo como si fuera una obra de arte.
Cuando se iba acercando la fecha del nacimiento, Cala dijo que quería acompañarme y Fuensanta Delclaux que era enfermera, también se apuntó.
El ginecólo me dijo que fuera a la clínica el día 14 de abril pero la naturaleza quiso hacer su santa voluntad y tuve que ir el día 13.
El número 13 es una constante en mi vida y en este caso en particular era tan obvio que teniendo en cuenta que mi hijo Carlos se había ahogado el 13 de julio y mi nuevo bebé quiso nacer el 13 de abril, cuando habían pasado nueve meses exactos, es imposible no aceptar que la numerología
es pura matemática.
El parto resultó muy agradable en la compañía de mis amigas.
A mi madre no le hizo mucha gracia que no contara con ella pero yo me sentía más a gusto por mi cuenta.
El niño no lloró al nacer ni tampoco después, por lo que mi madre, preocupada, llamó al doctor Gangoiti que había sido nuestro médico.
Cuando vio al niño dijo que era normal que no llorase porque se encontraba bien.
Pura lógica.
Gracias a Toti vinieron mis hijos mayores y al ver a su hermano se quedaron entusiasmados.
Todo resultó bastante natural teniendo en cuenta que llevábamos muchos meses sin vernos.
En ese tiempo, un día Cala me había dicho que mis hijos iban a estar en Jolaseta no sé por qué motivo y fui a verles pero todo resultó muy raro, muy poco natural, así que no hice más intentos.
Preferí dejar que las cosas fluyeran.
Lo fundamental era que yo me encontrara tranquila y fuerte.
Y lo consegui.
El niño era precioso, sano e igualito a su padre.
Mi madre quiso rematar la jugada a su manera.
Dijo que ella se encargaba de mi vuelta a casa y así lo hizo:
Mandó a su chófer a recogernos.
La idea de ocuparme del niño sin estar pendiente de un marido al que no le gustaban los niños ni estar en casa, me resultaba encantador.
Además el niño era perfecto.
Hacía todo bien.
Al cabo de unos días, Viridiana, la hija de Cala nos contó que mi exmarido iba diciendo que el niño no era suyo.
Me entró la risa porque el parecido era tan evidente que el comentario resultaba ridículo, pero me temo que los rumores llegaron a oídos de mi madre porque de repente, sin venir a cuento, me llamó para que fuera a su casa con el niño.
Estaba merendando con sus amigas y querían conocerle.
Me presenté toda orgullosa con mi bebé en brazos y enseguida noté la trastada, porque aparte de que la llamada estaba fuera de lugar, no tuvo reparos en decir:

¿No encontráis que es igualito a su padre?

Ahí es cuando me di cuenta del propósito de mi visita.
Enfín…
Todo me daba igual excepto mi bebito al que adoraba.
Justo un mes más tarde, el día 13 de mayo, estando en la cama con la cuna a mi derecha, apareció mi sobrino y me pidió las llaves del coche para sacarlo del garaje porque se estaba inundando.
Se las dí y abrí la ventana.
Vi que llovía muchísimo y que el parking que había delante de la casa estaba lleno de agua.
Mi hermano Gabriel, que vivía en el segundo piso me dijo que cogiera al niño y que fuera a su casa.
Alguien me preguntó qué necesitaba sacar de mi casa.
Me quedé en blanco sin saber cómo reaccionar.
En realidad lo único que de verdad me importaba era el niño.
Dije que la cuna del niño.
Mientras esperaba a que subieran la cuna vi a mi vecina llorando y sacando sus abrigos de piel.
Yo no lloraba.
No hacía nada.
Estaba petrificada.
No me podía creer lo que estaba pasando.
Me estaba quedando sin casa.
Por un lado me daban ganas de reírme por tantas desdichas pero lo de quedarme sin refugio me parecía espantoso.
Mi hermano y su esposa tenían muchos hijos y una casa pequeña, sin embargo me acogieron y me dejaron un cuarto para que nos instaláramos.
Mi exmarido que seguía en casa de su madre con mis hijos mayores, me invitó.
La casa era grande, pero me pareció mejor quedarme donde estaba.
Se fueron la luz y el teléfono.
Mi hermano iba en bote a buscar víveres.
Desde la ventana yo veía mi casa inundada y mis dibujos flotando sobre las aguas que subían y subían.
Me sentía impotente.
El tiempo se había parado y la lluvia seguía impenitente.
En la casa de mi hermano la vida continuaba con orden.
A pesar de estar incomunicados recuerdo que había comida y no carecíamos de lo esencial.
Todavía hoy en día me pregunto a donde iría mi hermano remando en un bote y volviera con todo lo necesario.
Poco a poco las aguas volvieron a su cauce y aunque mi casa era un horror húmedo y maloliente recuperé mi rutina.
Una rutina diferente porque mi hija Beatriz que ya había empezado a venir a visitarnos con motivo de la inundación, no quiso volver a Bilbao y se quedó a vivir con nosotros de la manera más natural.
Pocos días después mi hijo Jaime se escapó del colegio y me llamó para que fuera a buscarle.
Le traje a casa y se quedó.

Todo se iba poniendo en orden.

sábado, 15 de agosto de 2015

Días difíciles








Llegó un momento en que la casa estaba llena de gente desde la mañana.
Por un lado resultaba agradable porque me distraía pero por otro lado notaba que necesitaba estar sola, tenía que procesar todo lo que me estaba pasando.
Carlos recibía a sus amigos en el comedor y yo a los míos en el salón.
Ni siquiera eso teníamos en común.
Él era mucho más sociable que yo, así que cuando le dije que no quería gente en casa se sorprendió pero lo comprendió y decidimos salir a comer fuera con los niños.
Fuimos al asador de la Curva, también conocido como Cantarranas.
Estaba en la carretera de Barrika.
Hace tiempo que lo cerraron.
Solo recuerdo que estábamos tan tranquilos comiendo debajo de un árbol y sin venir a cuento mi marido me dijo que yo había tenido la culpa de que se ahogara mi hijo.
Me levanté, me fui a la carretera, levanté la mano y se paró un coche.
Era una chica a la que conocía de vista y ella sabía quién era yo y lo que me había pasado.
Le conté lo sucedido y no le extrañó.
Me dijo que cuando su hermano se quedó paralítico a causa de un accidente de coche, su padre le había echado la culpa a su madre.
Parece ser que es habitual…
Me costó digerirlo.
¡Eran tantas cosas!
Demasiadas.
Fui a la misa de gloria de Barrika vestida de blanco.
La dijo Don Ángel en Euskara.
Alguien decidió hacer otra cosa en la iglesia de Las Mercedes, en Las Arenas.
Yo no fui.
Detesto los funerales.
En realidad detesto los actos sociales.
Creo que después de eso, solo fui al funeral de mi padre y ya no he vuelto a ninguno.
En el libro de metafísica que me regaló la doctora Verdugo se explica perfectamente lo que sucede cuando una persona muere y lo poco conveniente que es agasajar al difunto.
No solo no me gustan los actos sociales sino que tampoco me gustan los ritos.
La muerte de mi hijo Carlos me llenó de fuerza para respetarme y dejar de hacer concesiones.
Me había pasado la vida cediendo para contentar a mi madre y a mi marido pero ya no tenía ganas de seguir haciéndolo.
Empecé a tener suficiente claridad para discernir.
No me sentía obligada a complacer a nadie excepto a mi misma.
Aquellos días en los que venía tanta gente a nuestra casa, Cala siempre estaba sentada a mi lado y hacía que me sintiera protegida contra cualquier cosa que pudiera herirme.
Ella sabía como me sentía.
Pizca había alquilado una casa en Formentera y no tenía teléfono, quería estar desconectada.
De repente, en medio de la nada, tuvo la necesidad de hablar conmigo sin saber por qué y me llamó desde una cabina.
Cuando le conté lo que había pasado se quedó muda.
Ella también conocía los pormenores de mi situación matrimonial.
De hecho, meses antes habíamos estado en el Itxas Gane de Barrika y yo le había explicado cómo me sentía y ella había exclamado con absoluta seguridad:

No te queda más remedio que separarte.

Pero yo me negué en rotundo:

Eso es imposible

Ella ya se había separado y sabía lo duro que resulta pero a veces es la única solución.
Antes de salir de viaje en la furgoneta dejé una nota para que mientras estuviéramos fuera me pintaran la casa.
Había metido la pata y quería corregirlo.
Era una planta baja con poca luz y pensé que si la pintaba de azul marino sería más evidente la falta de luz y tendría más sentido la iluminación artificial durante el día.
Es típico de artista potenciar los defectos en lugar de esconderlos.
En aquel caso no resultó por lo que tuve que volver al blanco que es lo único que proporciona claridad.
Cuando volvimos de Marruecos mi madre me contó que alguien había comentado que yo estaba loca o algo parecido y ella, para demostrar lo contrario, enseñó la nota con la explicación que yo había dejado a los pintores en la que se demostraba que tenía la cabeza en su sitio. 

Poco antes de marcharnos a Marruecos, Cala se encontró con el juez Dívar en Tamarises.
Le pidió que me diera el pésame y que me dijera que me había sacado de Peligrosidad Social por lo que ya no tenía que ir al juzgado a firmar cada quince días.

Una cosa menos.

viernes, 14 de agosto de 2015

Un plan especial









La esposa de una persona a la que conocía bastante, al hablar de su matrimonio me dijo:

La porcelana se ha roto

Esa frase puede parecer cursi pero es justo lo que yo diría de mi matrimonio cuando sucedió lo que voy a contar.
Decidimos ir a la playa con nuestros hijos.
No era habitual.
Solía ir yo sola con los niños y si mi marido no trabajaba prefería jugar al golf.
Pero aquel día hicimos un plan especial.
Eso no significaba que nos lleváramos mejor ni que “la porcelana se hubiera pegado sin dejar rastro” sino que supongo que lo de separarnos lo íbamos dejando para más adelante.
No me apetece entrar en detalles.
Sería demasiado doloroso.
Prefiero abreviar.
Fuimos a la playa con tres hijos y volvimos con dos.
Todavía no me he recuperado.
No puedo.
No sé si quiero.
De mi hijo Carlos solo me queda el dolor y prefiero mantenerlo.

Fueron días muy difíciles.
En aquella época yo era amiga de Don Ángel, párroco de Barrika.
Le encargué la misa de gloria.
Al hablar con él me aconsejó que tuviera un hijo.
Jamás se me había pasado por la imaginación tener otro hijo.
Don Ángel insistió, a pesar de que me conocía y sabía en que situación me encontraba.

Venía mucha gente a casa y yo lo agradecía pero no tenía fuerza.
No quería estar con gente.
Quería estar con mis hijos.
Nos aconsejaron que nos fuéramos de viaje.
Así lo hicimos.
Mi primo Isín Delclaux nos prestó su furgoneta y nos fuimos a Marruecos los cuatro.
Sobreviví como pude.
Lo bueno de ir en una furgoneta sin conducir es que no tienes que preocuparte de nada.
Pizca me regaló una túnica para que estuviera cómoda.
No me la quité en todo el viaje.
El sol africano, el calor intenso, los paisajes inmensos y la distancia, me distraían de mis penas.

Al volver a nuestra casa la convivencia se hizo insoportable.
Había llegado el momento de la separación.
La muerte de nuestro hijo la aceleró.
Yo no estaba dispuesta a marcharme de esa casa.
Era mía, me la habían regalado mis padres y aunque no me gustaba era mi único refugio.
Mi marido lo sabía así que un día metió su ropa en bolsas de basura, cogió a mis hijos y se fue a casa de su madre.
Me quedé perpleja y sin embargo me daba cuenta de que me había quitado un peso de encima.
Vivir con una persona a la que no solo no le quería sino que le tenía manía y mucho que perdonar, me resultaba muy desagradable.
Al principio pensé que me iba a costar estar separada de mis hijos porque estaba muy apegada a ellos, pero me sentía tan agotada que me vino bien disponer de un tiempo para reponerme.
Pronto me di cuenta de que estaba embarazada.
Había seguido el consejo del padre Ángel.
Para tener la certeza de mi estado, fui al médico.
Pizca me acompañó.
Ella siempre estaba presente en los momentos difíciles de mi vida.
En los fáciles también.
Acepté con mucha alegría la idea de tener un hijo.
No me asustaba.
Sabía que era imposible olvidar a mi hijo Carlos pero la idea de que una vida estaba formándose dentro de mi, me acompañaba y me hacía sentir amor.
Cuando se lo conté a mi padre, me dijo:

¿que vas a hacer con ese hijo?

Yo le contesté:

Tenerlo.

No sé en qué estaría pensando.
Es obvio que no era habitual tener un hijo estando separada pero había tantas cosas que no eran habituales en mi vida, que nada me sorprendía.
Recuerdo con agrado aquella época.
Sabía que mis hijos estaban bien atendidos y estaba segura de que volverían.
Mientras tanto yo solo quería ocuparme de estar tranquila.
Había aceptado la muerte de un hijo al que adoraba.
Di la vuelta a la circunstancia.
Agradecí el regalo de haberle conocido y haber vivido con él casi siete años.
A pesar de su juventud daba muestras de ser alguien muy especial.
Me sentía privilegiada.


jueves, 13 de agosto de 2015

Textos autobiográficos










A medida que escribo ordeno mis ideas.
Mi manera de ver las soluciones a los problemas es actuando.
Algunas personas lo consiguen pensando.
Yo no.
Me conozco y sé como funciono.
Cuando empecé a ir a clase de escritura solo sabía que quería escribir.
Ya no quería pintar.
Me apetecía escribir porque no requiere tanto esfuerzo como pintar pero no sabía lo que quería escribir ni qué propósito tendrían mis textos, solo sabía que quería aprender a escribir.
Siempre he dado mucha importancia al lenguaje y me encantan las palabras.
A medida que iba yendo a la clase de escritura me iba entusiasmando y cada día me sentía más feliz.
Me limitaba a escribir sobre temas diversos, más bien personales y los publicaba en uno de mis blogs dedicado solo a mis textos.
Algunas personas me animaban a que escribiera mi autobiografía pero yo no consideraba conveniente citar a gente que había formado parte importante en mi vida.
Pero ahora, sin pretenderlo me he dado cuenta de que mis últimos textos son autobiográficos y cuando he citado a algunas personas lo he hecho de manera tan aséptica que es imposible que se sientan ofendidas.
Así que sin llegar a que sea una autobiografía en toda regla he decidido llamar a lo que escribo:

Textos autobiográficos.

Supongo que resultará ligero porque son textos cortos, no están ordenados cronológicamente ni cuento todas las circunstancias que estaban involucradas en cada episodio.
Era importante que encontrara mi propia manera de expresarme, no solo el estilo de escribir sino el concepto, lo cual es más difícil porque eso no se estudia ni se aprende sino que en mi caso, insisto, solo puedo descubrirlo escribiendo.
Durante el curso escolar, antes de publicar mis textos los leía en la clase y la crítica del profesor me daba seguridad para publicarlos pero al llegar el verano me quedé sin esa ayuda en la que tanto me apoyaba y tuve que enfrentarme a creer en mi propio criterio.
Así lo hice y estoy contenta porque no solo cada día más gente me lee sino porque incluso en algunas ocasiones algunas personas me han hecho comentarios que me animan a seguir.
Resulta muy gratificante cuando termina el día saber que he sido capaz de escribir una página de mi historia.
He tenido una vida tan ajetreada que el hecho de contarla me sirve para ordenarla.

Tengo la sensación de que he vivido intensamente una parte importante y ahora que ha llegado el sosiego puedo permitirme el lujo de contarla con tranquilidad.

lunes, 10 de agosto de 2015

Una experiencia notable








Todavía estaba casada cuando las cosas se pusieron feas para los que habíamos empezado a transgredir las normas establecidas.
Carlos Dívar, el famoso juez que hace unos años, siendo presidente del Consejo General del Poder Judicial y del Tribunal Supremo tuvo que dimitir por el escándalo que supuso haber usado dinero público para pagar sus viajes personales, apareció en Bilbao con ganas de dar un escarmiento a esos niños de Neguri que intentaban desafiar a la sociedad convencional, dejándose el pelo largo y riéndose del establishment mientras fumaban hachís, escandalizando a los biempensantes.
En ese grupo de aprendices de malditos nos encontrábamos Cala y yo.
Cala casi no fumaba.
Por un lado no le divertía tanto como a mi y por otro lado sabía que tenía problemas con el riñón y no quería arriesgarse. 
Intentaba cuidarse.
Le gustaba la nueva manera de ocupar el tiempo.
A mi me gustaba todo.

Resumiendo:
Un domingo por la mañana vinieron a mi casa dos secretas y me llevaron a la comisaría.
Cuando me hicieron las fotos me encontré con varios de nuestros amigos.

Mientras Cala y yo dábamos una vuelta por Ereaga, alguien nos paró y nos dijo que iban a San Sebastián a por marihuana.
Yo ya tenía hachís pero le di dos mil pesetas.
Un capricho.
Cala no quería hierba pero le dio cuatro mil pesetas por si acaso encontraban cocaína.
Me extrañó pero no le pregunté para qué la quería.
Pues bien, al volver, antes de repartir la hierba, pararon el coche en la zona del Carmen para probarla.
Con la mala suerte de que allí cerca estaba aparcada una furgoneta con dos policías que protegían a un amenazado de ETA.
Al oír la música que salía de un coche lleno de humo se acercaron y encontraron a nuestros amigos en plena faena con un cuadernillo en el que estaban apuntados los nombres de cada uno, con la cantidad de dinero que habíamos entregado.
Dado que lo de Cala era un encargo especial no estaba registrado.
Resultaba inútil negar la evidencia aunque yo lo hice desde el principio, hasta que el comisario Daniel Romero me llevó a su despacho, me enseñó la hierba requisada y me dijo que mis amigos cantaban como jilgueros sin necesidad de apretarles las tuercas, lo cual era una solemne tontería porque les habían cogido con las manos en la masa, repartiendo la hierba siguiendo las indicaciones del cuaderno.
¿Qué podían negar?
En un momento dado, en medio de mi declaración, me quedé sola y aunque muerta de miedo, cogí un poco de hierba para hacerme un canuto a ver si me alegraba la existencia.
Mi hermano el pequeño vino a visitarme.
Me tranquilizó y me dio tabaco.
Nos queríamos y nos entendíamos.
Tres días después nos llevaron al juzgado.
Carlos Dívar me interrogó.
Le interesaba sobretodo saber lo que hacía Cala.
No le gustó que yo le dijera que Cala no fumaba.
Me insistía para que le dijera que Cala fumaba pero era inútil.
Era evidente que yo solo le interesaba como portavoz de Cala.
Me dijo.

¿Reconoces ser amiga íntima de Cala?

Yo le respondí:

Soy amiga íntima de Cala en el sentido amistoso del término.
¿Se refiere a eso?

Y él, haciéndose el respetuoso contestó:

Si claro, a eso me refiero.

Me llevaron a la cárcel de Basauri.
Los primeros tres días se consideran de periodo y te mantienen al margen de las otras presas.
El cuarto día el juez Dívar me dijo que si le decía que alguna vez en mi vida había visto a Cala Ampuero fumar hachís, me soltaba.
En caso contrario seguiría entre rejas.
En ese momento mis fuerzas flaquearon y aunque no me gusté a mi misma, le confesé que un día Cala lo probó y no le gustó.
El tio respiró.
Era lo único que deseaba saber.
Noté que se le quitaba un peso de encima.
Yo no lo entendía pero se notaba que él necesitaba saber por mi boca que Cala había fumado hachís.
Me devolvieron mis objetos personales y me encontré libre en medio de Basauri.

Llegué a mi casa en unas condiciones lamentables.
Carlos Dívar me puso en Peligrosidad Social teniendo que ir a firmar cada quince días.

Fue una experiencia muy dura pero también beneficiosa.
Hasta entonces yo pensaba que formaba parte de un todo que se componía de mi marido y mis hijos, pero aquellos días en la prisión de Basauri me hicieron sentir que era un individuo, que tenía vida propia y que mientras yo estaba pasándolo muy mal, la vida seguía para los demás.
¡Sálvese quien pueda! se convirtió en mi mantra.

Fue un trago amargo pero me doy por satisfecha porque lo que aprendí me ha servido para vivir sin engañarme el resto de mis días.
No voy a negar que lo pasé muy mal en la cárcel pero por lo menos me sentía independiente y dueña de mi mismidad, lo cual me daba fuerzas ya que en muchas circunstancias de mi vida había sido infiel conmigo misma y eso si que hace daño.
En la prisión no necesitaba aparentar nada.

domingo, 9 de agosto de 2015

En París con Prem Rawat








Pizca es muy generosa y una gran amiga. 
Yo no me encontraba en condiciones de viajar, pero ella se comportó con tanto cariño y naturalidad que sin darme cuenta me encontré en París, ciudad que adoro y en la que me resulta imposible no disfrutar.
Acudí con ella al evento vestida como de costumbre en plan hippy con vaqueros y un pelo largo que no había visitado la peluquería en siglos.
La paciencia de Pizca consiguió que a pesar de que no entendía nada de lo que allí estaba sucediendo me sintiera tranquila.
De repente dijeron que las personas que quisieran podían presentar sus respetos a Maharaji, nombre honorífico de Prem Rawat con el se le conocía en aquella época.
También dijeron que era preferible que los aspirantes no lo hicieran.
Yo no era aspirante ni había recibido el conocimiento pero sentí un impulso incontrolable de conocer de cerca al famoso maestro de quien tanto me había hablado Pizca.
Hacía nueve años que llegué a aquel piso en Pérez Galdós y había escuchado satsang por primera vez en mi vida sin enterarme de nada.
Mis circunstancias eran diferentes.
Ahora acudía a él con la humildad del mendigo que pide lo que necesita.
Me colé en aquella fila y cuando vi el rostro de Maharaji sentí algo tan extraordinario que paró mis pensamientos, limpió mi cabeza y me sentí transfigurada.
Recordé que habían recomendado que solo se pasara una vez pero no hice caso.
Sentí la necesidad imperiosa de volver a verle.
Llegué a mi sitio, me hice una coleta para cambiar mi aspecto, me puse un abrigo beige que me quedaba de mis épocas de niña mona y me metí en la cola.
Nadie me dijo nada.
Le volví a ver y ya me tranquilicé.
Al salir, Ágata Careaga que me conocía de Bilbao, me preguntó:

¿Eres premie? _
(premie es una  palabra sánscrita que significa amante y es así como denominaban a los discípulos de Maharaji, ya que su nombre Prem, significa amor).

Cuando reaccioné ante la pregunta de Ágata, contesté sin pensarlo:

No, soy aspirante.

No me explico como fui capaz de responder eso porque ni siquiera lo había reflexionado.
Pero acerté de plano porque desde que vi a Maharaji le reconocí como mi maestro y decidí que lo único que deseaba en el mundo era que su conocimiento me fuera revelado.
A partir de ese momento mi vida cambió por completo.
Dejé las drogas, dejé de trabajar en la academia donde daba clases de dibujo y pintura y me dediqué en cuerpo y alma a prepararme para recibir el conocimiento.
Tanto me impresionó Prem Rawat que le hice un retrato al óleo de un metro por un metro.
Lo expuse en Arteder y causó sensación.
Fue una época maravillosa en la que Pizca estuvo más presente que nunca en mi vida ya que mi posición de aspirante deseosa de aprender necesitaba constantemente su apoyo.
En un par de meses recibí el conocimiento.
Ha sido lo más importante que me ha pasado en toda mi vida.
El conocimiento da sentido a mi existencia y practicarlo es mi propósito.
Es el uno por delante. 
Esa vez si que había encontrado la piedra filosofal.
“Yonqui” de William Burroughs que era uno de los libros que yo tenía en mi mesilla termina con la frase:

Tal vez encuentre el fije definitivo.

Yo lo había encontrado y finalmente había desterrado de mi vida el desasosiego y la inquietud, es decir, la ignorancia.
Gracias a ese conocimiento tengo la capacidad de ser feliz prescindiendo de las circunstancias.

Es real.