lunes, 29 de enero de 2018

DOS MIL TREINTA








Hace muchos años, cuando se pusieron de moda los escritores latinos, leí con afán, entre otros, a Vargas Llosa.
Creo recordar que me gustó especialmente “Conversación en la catedral”, pero la verdad es que del único que me acuerdo con verdadero entusiasmo por todo lo que me enseñó, es “La orgía perpetua: Flaubert y Madame Bovary”.
Fue una especie de revelación para aprender a analizar un libro y extraerle el néctar.
Supongo que para poder hacerlo con la pasión que lo hizo Vargas Llosa, es condicio sine qua non, que el texto le haya hipnotizado hasta el punto de que no fue capaz de dejarlo hasta que lo terminó, por lo menos.

Él mismo lo cuenta:

"En el verano de 1959 llegué a París con poco dinero y la promesa de una beca. Una de las primeras cosas que hice fue comprar, en una librería del Barrio Latino, un ejemplar de Madame Bovary en la edición de clásicos Garnier. Comencé a leerlo esa misma tarde en un cuartito del hotel Wetter, en las inmediaciones del Museo Cluny”.



El pasillo de mi casa tiene muchas baldas donde se almacenan los libros de mis hijos varones.
A veces intento ordenarlos, aunque resulta difícil, porque son de estilos e idiomas diferentes.
En cualquier caso, me gusta ojearlos y de vez en cuando me encuentro con alguna sorpresa.
Así fue lo que sucedió el viernes pasado, cuando intentaba clasificarlos, encontré un libro de bolsillo de Vargas Llosa que no conocía, “La verdad de las mentiras”.
Se trata del análisis de varias obras del siglo XX muy conocidas, en las que intenta que, a través de su lectura, podamos ampliar nuestra experiencia vital.

Desde que leí aquel análisis sobre Madame Bovary, me pareció que Vargas Llosa era un verdadero experto en el exámen de los libros y lo estoy confirmando una vez más.

He tenido suerte, porque los libros que tengo en la mesilla, regalos de navidad, son novelas, aunque buenas, no captan tanto mi interés como los ensayos.













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