miércoles, 31 de enero de 2018

DOS MIL TREINTA Y DOS







Ayer hablé de Oteiza y de la importancia que tuvo en mi vida.

También fui amiga de Jose María Ucelay.
A Jose María le veía mucho más que a Jorge porque siempre estaba en Txirapozu, su casa palacio de Busturia, en el barrio de Altamira.
Me encantaba estar con él.

Para llegar hasta su casa prefería ir por el monte y pasar por Paresi, una aldea que solo tenía una iglesita, una escuela y un caserío donde vivía un hombre solo, al que asustaban las mujeres.

Los domingos había misa en Euskera, que estaba prohibido, todavía no se había muerto Franco y a veces íbamos Pizca y yo, sobre todo si venían amigos a visitarnos.
Nos parecía que era lo mejor que podíamos enseñar.
Nuestro secreto.
Una vez, el cura, antes de darle la comunión, le preguntó a Emilia Martínez a ver si estaba confesada.

Parece ser que en esos sitios tan remotos donde ni siquiera tienen televisión, se creen muy listos.

Jose María me contó que Paresi se llama así porque allí se apareció la virgen de las Nieves.
Paresi significa aparición en Euskera.
Esa virgen está en la iglesia y es muy pequeña.
Casi todas las vírgenes que se aparecen suelen ser pequeñas.
Yo tengo un zapatito de la virgen que me regaló Vicente Ameztoy, en una cajita muy bonita y es pequeñísimo, como para el pie de Odita cuando tenía cinco años, más o menos.
Lo único que sé de la Virgen de Paresi, es que se celebra la fiesta el cinco de agosto que es mi santo, la Virgen de las Nieves a quien también llaman la virgen Blanca.

Jose María sabía mucho aunque no presumía de nada.
Me gustaba estar con él, aprendía.
Tardaba en hablar, lo hacía con lentitud y pronto me di cuenta de que me valía la pena ser paciente, porque todo lo que salía de su boca era oro.
Siempre estaba encantada de la vida, elegante, cariñoso, bien vestido.
Había sido muy guapo, un dandi.

Era un hombre exquisito.
Me pasaba las horas muertas en Txirapozu.
Si tenía ganas de pintar me invitaba a su estudio y yo le miraba.
No se parecía a nadie.
Era único.

A veces me contaba chismecitos de los pintores a los que conoció en París, se reía de todo.
No creo que tuviera ningún resquemor por haber estado exiliado.
Siempre hacía lo que le daba la gana.

Me emocionó cuando expuse en la galería Mikeldi de Bilbao y vino en taxi a la inauguración.
Sabía que me quería, pero no tanto.







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