miércoles, 30 de septiembre de 2015

RUIZ DE LA PRADA










Desde los trece años hasta los diez y seis, me tuvieron interna en Madrid, en un colegio que se llamaba Santa Isabel.
Eran monjas de la Asunción y una hermana de mi abuelo, que antes de ser monja se llamaba Leonor Moyua como mi madre, había sido superiora en otro colegio de la Asunción que también estaba en Madrid, pero en la calle Velázquez .
Le llamaban la madre Ana Rita.
A mi madre le hubiera gustado que estuviera en el mismo colegio que mi tía, pero las internas y las medio pensionistas estábamos en Santa Isabel.
Siempre me llevaban a colegios en donde hubiera tías monjas, porque así mis padres estaban contentos y a mi me tenían mimada.
En Santa Isabel algunas palabras se decían en francés, pero se pronunciaban de cualquier manera.
Una de ellas era el “refectuar” que significa refectorio.
En el “refectuar” teníamos sitios fijos y nos mezclaban con las mayores.
Cerca de mi se sentaba una chica que se llamaba Ana María Ruiz de la Prada, era mayor, pero se portaba muy bien conmigo.
No se hacía la importante como las demás mayores.
Yo era muy tímida y hasta que empecé a sentirme segura pasó bastante tiempo, porque no conocía a nadie y a veces se reían de mi acento bilbaino.
También a mi me chocaban los acentos de las demás, era la primera vez que salía de casa y no sabía que hubiera tantas maneras diferentes de hablar.
Ana María Ruiz de la Prada era sería, delgada, tenía caballete en la nariz y me gustaba su manera de mirarme e incluso de dirigirse a mi cuando me hablaba.
Guardé un buen recuerdo de ella, por eso me acordaba de su nombre completo.

Pasado el tiempo, siendo yo mayorcita me fui a California en un viaje de Bocaccio, con mi prima Isabel Maier y con Cala Ampuero que era mi íntima amiga.
Cala estaba muy relacionada con Barcelona porque su madre era catalana y conocía a bastante gente.
En San Francisco me presentó a un arquitecto que se llamaba Juan Manuel Ruiz de la Prada, hermano de aquella chica que tan amable había sido conmigo en el colegio.
Era un gran entendido en arte y cuando supo que yo estudiaba Bellas Artes, se interesó por mi y me invitó a cenar a un japonés.
Yo nunca había estado en un restaurante japonés, ni conocía ese tipo de comida pero él me guió y pude así apreciar algo tan diferente.
Parecía que empezábamos a congeniar, sin embargo cuando me dijo que los mejores pintores del mundo eran Antonio López en figurativo y Hans Hartung en plan abstracto, se me cayó el alma a los pies y decidí que no podía seguir hablando con él ni cinco minutos más.
En aquella época, yo estaba tan influenciada por el Quosque Tándem de Oteiza que supongo que me parecería un sacrilegio que me hablaran de otra cosa.

Hace algunos veranos mi hijo Jaime que es maestro de golf en Mallorca, me contó que solía dar clase a Ágata Ruiz de la Prada y que se lo pasaba muy bien con ella.
Enseguida la relacioné con los anteriores Ruiz de la Prada, dándome cuenta de que pertenecía a otra generación.
Efectivamente, he sabido que Ágata es hija de aquel arquitecto y de una prima de Cala.
Jaime me había contado que Ágata adoraba a Cala.
La pena es que Cala y yo dejamos de ser amigas cuando yo decidí seguir con las drogas y ella no quiso entrar en ese camino de autodestrucción.

Justo hoy he visto en mi ipad una entrevista que le hizo Risto Mejido a Ágata y me he divertido tanto, que me hubiera gustado pasarme toda la tarde escuchándola.

Al ser tan creativa en sus diseños y tener amistad con Cala, tal vez no debiera haberme sorprendido, pero reconozco que no estoy acostumbrada a encontrarme con personas tan valientes y con tanto sentido del humor.

lunes, 28 de septiembre de 2015

Todo se sabe











Llegó un momento en que empecé a tener miedo de la policía.
Se presentó en mi casa un amigo que solía pasar caballo y me contó que había estado en comisaría y le habían preguntado por mi.
Yo nunca había vendido y en estos tiempos en que ya Franco había muerto, las cosas no eran tan duras.
Se suponía que podías tener cantidades pequeñas para consumo propio.
Sin embargo me asusté.
Me daba miedo hablar desde mi teléfono y prefería quedar con la gente en sitios extraños.
Además, en esa época estaba intentando dejarlo y me arreglaba tomando codeína, que se compraba en cualquier farmacia sin receta.

Recuerdo un día que estaba en el bar Caracas tranquilamente, sin intención de hacer nada raro.
Cuando me marché le dije a Tasio, el dueño, que si Martín Riquelme preguntaba por mi, le dijera que me había ido a Deusto, él ya sabía a donde.
No había nada extraño en ese recado, sin embargo, cuando llegué a la estación del tren, en Las Arenas vi a un secreta, a quien antes había visto en el Caracas.
Justo aquel día no tenía nada que ocultar, pero esa sensación de sentirme perseguida me resultaba muy desagradable.

A veces, cuando escaseaba la heroína, no me quedaba más remedio que comprar a policías que vendían.
Eso si que es fuerte.
Había uno al que le gustaban mis dibujos y me los cambiaba por la droga que él incautaba.
Venía a mi casa, veía mis dibujos, era amable.
El reino de las chapuzas.

Entre los toxicómanos se sabía todo.
Ya he comentado en alguna ocasión, que la heroína concede una especie de superpoderes a quien la utiliza y uno de esos superpoderes, es saber todo lo que sucede en ese mundo.

La vida del yonqui es dura, no solo porque tiene que conseguir mucho dinero para poder abastecerse, sino también porque por mucho que evites meterte en grupos excesivamente marginales donde reina la ley del más duro, llegado un momento de apuro, no existen frenos.
Yo me movía en círculos bastante serios en los que los camellos eran personas que conocía y que difícilmente me iban a engañar, pero a veces las cosas se ponían difíciles y en esos casos la necesidad imperaba.
Recuerdo una tarde que no tuve paciencia para esperar a mi camello, que me dijo que llegaría hacia las siete de la tarde y me fui a Portugalete.
Compré una papelina a un desconocido.
Me fui a mi casa.
Me metí en el cuarto de baño.
Cuando me desperté era de noche.
Me asusté mucho.
Habían pasado varias horas.
Tuve la sensación de volver de la muerte.
Me pegué un susto morrocotudo, no sabía que hacer.
Lo único que se me ocurría era no volverme a meter caballo en los días de mi vida.
Me metí en la cama.
Tenía la mitad del cuerpo caliente como un horno y la otra mitad fría, fría, tiritando.
Estaba muy asustada. 
Me tranquilizaba pensando que se me pasaría.
¿A quien iba a contar lo que me había pasado?
Al día siguiente me enteré de que los de Portugalete me habían vendido pared.
Es un sistema que usan los quinquis con los desconocidos.
Consiste en rayar pared blanca.
Se consiguen unos polvos que a primera vista pueden parecer heroína muy pura.
Cuando alguien tiene mono y está nervioso y no le van a volver a ver porque no es de la zona, le venden eso.
No es mortal, solo se pasa un mal rato.
Ese tipo de chapuzas no son habituales, porque si alguien vende pared o corta el caballo, coge mala fama y se le acaba el negocio.
A mi una vez me vendieron caballo cortado con estricnina.
El camello era conocido y en condiciones normales era fiable, pero le engañaron a él y uno de los que le compramos, se murió.
Yo tuve suerte.
Siempre he tenido suerte.

Todavía hoy en día me pregunto cómo he sido capaz de llegar hasta aquí, con la cantidad de disparates que he cometido.

domingo, 27 de septiembre de 2015

Un intento a medias













Ya estaba separada y había nacido mi hijo el pequeño.
Vivíamos todos juntos y todo estaba más o menos en marcha, excepto que yo ya estaba enganchada a la heroína y por más que lo intentaba, no conseguía dejarla y me encontraba bastante mal.
El problema se había agravado y no me atrevía a decir nada y tenía que seguir ocupándome de la casa y de los niños, aunque me pareciera imposible.
Pues bien, cuando llegó la navidad mi todavía marido decidió llevarse a los niños a la casa de su madre que vivía en Bilbao, lo cual resultaba un alivio para mi, ya que para entonces me sentía desbordada.
Al contarle a mi madre que se iban los niños, se puso muy contenta pensando que descansaría y me dijo que podía dedicarme a ordenar los armarios.

Mi hermano Gabriel apareció en mi casa cuando se enteró de que me quedaba sola y de una manera amable y delicada, me sugirió que podía aprovechar esos días para ingresar en algún sitio y desintoxicarme.
No creo que fueran las palabras exactas que él usó porque no estaba acostumbrado a ese mundo, pero yo supe traducirlas y sin pensarlo dos veces acepté su propuesta, hice una maleta de mala manera y nos fuimos al psiquiátrico de Zamudio.
Me admitieron sin demasiadas preguntas.
Me dieron una especie de zumo que me quitó el síndrome de abstinencia al instante.
Allí me di cuenta de que no tenía fuerzas ni para vestirme, así que me quedé en bata todo el tiempo.
Mi cuarto era muy grande, no recuerdo cuántas camas tenía pero creo que más de cuatro.
Eran de hierro.
Solamente tenía una compañera.
Era una mujer bermeana, mayor que yo, que había intentado suicidarse tomando pastillas.
Estaba enganchada al coñac.
Su marido era marinero y ella cosía las redes.
Discutían mucho.
No era feliz.
Era encantadora, a pesar de que no nos encontrábamos demasiado bien, charlábamos mientras yo le hacía un retrato del natural, a lápiz de color sobre papel de estraza.
Todavía lo conservo. 
Me impresiona ver ese rostro que parece un mapa con manchas de carmín de Granza.
Por la noche, a mi compañera le ataban a la cama, porque le daban delirium tremens y se dedicaba a pasearse por el cuarto moviendo la cama con una fuerza brutal, mientras gritaba como una loca.
La primera noche me asusté, pero las demás no le hacía caso, intentaba seguir durmiendo.
Cuando terminaba de hacer su recorrido por el cuarto, se quedaba tranquila y se dormía.

El primer día, el doctor Azpiri que era el director, me llamó a su consulta y me tuvo mucho tiempo de pie, hablándome y cansándome.
Casi todo lo que me decía era desagradable.
Había oído hablar de mi y me tenía considerada como lo peor de lo peor.
Afirmó que cuando se escribiera la historia de las drogas en Bilbao, habría un capítulo dedicado a mi.
También me dijo que si él hubiera estado en el hospital cuando llegué, no me habrían admitido.
Creo que solo estuve con él esa vez, por lo menos es de la que me acuerdo.
La estancia en general no me gustó, se comía fatal.
Sin embargo, reconozco que el zumo que me daban eliminaba por completo el síndrome de abstinencia.
Durante el día, mi compañera se quedaba en la cama pero yo salía a pasear y a conocer gente.
No recuerdo que hubiera toxicómanos sino más bien colgados que llevaban tiempo y se encontraban a gusto allí.
Me hice amiga de un chico joven que me daba tabaco y decía que prefería estar en Zamudio que vivir en casa con su madre.
A mi solo me tuvieron una semana.
Cuando me soltaron me encontraba muy débil y no tenía ganas de nada.

Tardé muy poco en recaer.

sábado, 26 de septiembre de 2015

Una difícil manera de vivir












Aunque parezca poco creíble, en los años setenta ser toxicómano estaba bien considerado, se respetaba a los que lo hacían, sobretodo a los que estaban metidos hasta el cuello.
En aquella época todos habíamos ido a Amsterdam y habíamos comprado y fumado hachis en el Purgatorio, antigua iglesia convertida en un espacio muy divertido, donde se podía hacer de todo impunemente.
Poco a poco esas modas se fueron acercando a Biarritz.
Y de Biarritz a Bilbao solo hay un salto, por lo que llegó un momento en que casi no hacía falta salir de casa para proveerse de todo lo necesario.
En mayor o menor medida todos nos íbamos conociendo y sabíamos quien era de fiar, quién sabía a quién dirigirse y donde podíamos resolver nuestros problemas.
De vez en cuando no enterábamos de alguien cercano que estaba ingresado en Zamudio o en Elizondo, pero a mi eso todavía me parecía algo lejano.
Con más precaución llegaba a mis oídos que alguien había muerto de sobredosis, e incluso de un material envenenado.
En aquellas ocasiones me entraba una especie de pánico difícil de superar, que me mantenía alejada del asunto un par de días, pero en cuanto llegaba el síndrome de abstinencia, me prometía a mi misma tomarlo con calma, para poco a poco ir bajando la dosis y tal y cual y así hasta el chute siguiente.
El autoengaño era imprescindible.
Toda mi vida era un engaño permanente.
Lo hablábamos entre nosotros y nos tranquilizábamos mutuamente.

Me hablaron de un médico que estaba casado con una chica a la que conocía, que también se pinchaba.
En aquella época, todavía no me pinchaba.
No quería aprender.
Pensaba que si me lo ponía difícil, tardaría más.
Supongo que comprender la mentalidad de un toxicómano, para una persona que no haya estado metida en drogas puede resultar escabroso, porque está supeditada a una lógica muy particular.

Un día caí en una casa donde estaba ese doctor y me pinchó muy bien.
No era la primera vez que me pinchaban, pero aquella vez se me quedó grabado, porque no era un yonqui de la calle sino una persona que ejercía una carrera y que tenía responsabilidades importantes.
Siempre me ha parecido muy difícil llevar doble vida.
De hecho, yo lo había intentado y no fui capaz de mantenerla mucho tiempo.
Llegó un momento en que aprendí a pincharme e incluso tuve que pinchar a los que venían detrás de mí y que como yo, lo habían ido dejando para más adelante.
Fumar un porro es muy fácil, quién más y quién menos, todo el mundo ha fumado un cigarro alguna vez y además, si en la primera calada empiezas a toser y notas cierto mareo, lo dejas y ahí termina el intento.
Luego, cuando has probado alguna hierba fuerte o hachís paquistaní, vas perdiendo el miedo, sabes que es llevadero.
Tomar ácido lisérgico es más difícil, porque ya se sabe que la psicodelia no se controla, pero cuando eres curiosa y te apetece probar de todo, la idea de viajar es codiciosa.
Si en el primer viaje tienes suerte y has visto maravillas, quieres más de lo mismo, que en el fondo siempre es distinto porque nunca se sabe por dónde te va a llevar el viaje.
Respecto a la heroína, esnifar tampoco es difícil.
Ya se sabe que vomitarás un poco, pero te quedarás muy a gusto, no necesitarás nada, solo sentirás placer, ya no tendrás necesidad de experimentar con las drogas como decía Henri Michaux, te limitarás a gozar de un estado de placer beatífico, que hará que te sientas en el cielo.

Meterse el acero en la vena son palabras mayores.
Llegar a hacer eso lleva un tiempo.
Se van superando los obstáculos.
He conocido a gente que ha entrado directamente ahí.
Generalmente eran chicas, muy pocas, que se había echado un novio que se lo había puesto tan fácil, que habían sido incapaces de decir que no y para cuando se habían dado cuenta, ya estaban demasiado pilladas.

Cuando había pasado el tiempo y yo ya sabía pincharme solita y organizarme la vida me contaron lo siguiente:

Aquel doctor que me había metido uno de los primeros chutes, había aparecido muerto por sobredosis en el hotel Carlton de Bilbao.
Parece ser que lo tenía todo muy bien pensado.
Reservó una habitación, se instaló con mucha heroína, bien surtido de jeringas y eligió una apacible manera de desaparecer.
Parece ser que fue incapaz de superar el estrés que le produjo la doble vida.
Demasiadas responsabilidades al mismo tiempo.
A pesar de que a esas alturas de la vida ya estaba bastante curada de espanto, la muerte del doctor me impresionó, ya que conocía a sus hermanos, a su mujer, a sus hijos…
Me fui a San Sebastián para hacerme una cura de la que me habían hablado.
Consistía en pincharse algo que sustituía a la heroína. 
Tenía que pincharme cada dos o tres horas.
Día y noche.
Lo intenté pero no conseguí nada.
En cuanto se pasó el efecto de lo que fuera aquello que me dio el de San Sebastián, volví a las andadas.
La vida del yonqui es muy dura.
No tiene descanso.



viernes, 25 de septiembre de 2015

Asuntos de color












Nos gustaba ir a cenar al Judas de vez en cuando.
Aunque era una taberna con cuatro mesas en la barra y sin demasiado glamour, la comida era excelente.
La dueña, Dolores, que también era la cocinera, era muy cariñosa y solíamos charlar con ella.
No había demasiado platos, pero el bacalao al pilpil y la merluza en salsa verde eran insuperables.
Ella me enseñó a poner el agua de los espárragos en la salsa y puedo asegurar que es una gran idea.
Una noche fuimos a cenar María y yo con dos amigos africanos, ambos originarios de Gana.
Cenamos, charlamos y nos marchamos.
Como estábamos acompañadas, Dolores se limitó a saludarnos, no nos dio conversación como cuando estábamos solas.
Al cabo de unas semanas volvimos, pedimos la cena y cuando nos la sirvió, Dolores se sentó con nosotras.
Se veía que tenía ganas de hablar.
Estaba emocionada.
Nos contó que en su vida había algo que le impedía ser feliz.
Su hija se había casado con un africano.
Cuando su marido se enteró de que su hija salía con un negro, se puso como un energúmeno y le prohibió terminantemente que siguiera viendo a ese chico.
La hija no solo no le hizo caso, sino que se casó con él y se fue a vivir a Kenia, que era el lugar de origen de su marido.
Nunca volvieron a verla.
A su mujer, Dolores, le prohibió visitarla y lo único que hacía era llamarla por teléfono cuando el marido no estaba delante.
Dolores trabajaba catorce horas al día, su salud no era buena, pero lo peor de todo, era llevar ese dolor en su corazón.
Ni se le pasaba por la imaginación desobedecer a su marido, no lo consideraba factible, ni siquiera se permitía pensarlo.
Tenía nietos a los que solo conocía por las fotos que su hija conseguía mandarle a escondidas y sabía que se moriría sin volver a ver a su hija y sin conocer a sus nietos.
A nosotras todo lo que nos contaba nos parecía inverosímil, que eso estuviera ocurriendo en una ciudad moderna, cosmopolita, en el centro de Bilbao, con una persona que no había hecho nada malo y con quien su hija era muy feliz.
Nos sorprendía, pero poco podíamos hacer excepto escuchar a Dolores con cariño, suponiendo que hablar del asunto le produciría cierto consuelo.

Pasó el tiempo y mi amiga María que estaba bastante introducida en la comunidad africana de Bilbao, se echó un novio de Guinea Bissau y se quedó embarazada.
Tan contenta estaba con la noticia, que fue a contárselo a sus padres, que eran de Bilbao de toda la vida y para más información del PNV.
El padre montó en cólera, se puso como otro energúmeno y no solo le prohibió la entrada en esa casa, sino que prohibió a toda la familia incluidos la madre, hermanos, tíos y primos que le dirigieran la palabra para el resto de su vida.
Al principio María estaba tan ocupada preparando todo lo del niño, que no lo tomó demasiado en serio pero cuando nació el bebé, quiso enseñárselo a sus padres.
Imposible.
Ambos fueron rechazados.
Sin explicaciones.
Ella no se lo podía creer.
No poder compartir con su familia un niño tan precioso le parecía inhumano.
Pero así fue.
No quisieron conocer a su nieto.
María y su maravilloso hijo han crecido sin contar con la familia, sin que el niño conozca a sus abuelos, tíos, primos…
El niño, que es muy inteligente, brillante, gran deportista y muy maduro, dice que no los echa en falta porque nunca los ha tenido.
No sabe lo que es tener otra familia que no sea la de su padre.







jueves, 24 de septiembre de 2015

Un domingo excepcional










Ha salido un día tan maravilloso en este otoño aturdido por los negacionistas del cambio climático, que he decidido hacer algo especial.
He llamado a mi amiga Rosa sin espinas, para ver si le convenía que la visitara.
Ella vive en el paisaje castellano, a los pies de un macizo imponente que en su día, hace millones de años, era un precipicio que daba al mar.
Se llama la peña de la Madalena.
Impresiona pensar que en plena provincia de Burgos, todo estaba tapado por el océano Atlántico.
Cuesta creerlo pero es verdad.
Y se nota.
Hay algo especial en ese aire puro de montaña.
Mientras conducía por la autovía he notado el cambio al salir de Vizcaya.

Es otro ambiente.
Dejo atrás los horribles pinos insignis que tanto afean y estropean el paisaje y me sumerjo en parajes de árboles autóctonos, robles y hayas que con su sola presencia ennoblecen el lugar donde se encuentran.
La arquitectura de los pueblos no vale nada pero la grandeza de las altas montañas eleva mi pensamiento.
A pesar de estar en Castilla, el verde permanece intacto todavía y la altura de esa peñas, que en su día eran acantilados, dramatiza el panorama.

Mi amiga vive en un pueblo que se llama Bercedo.
La ilusión de su vida era encontrar un lugar en el que poder vivir tranquilamente, sin grandes gastos ni preocupaciones y a poder ser, en plena naturaleza.
Lo ha conseguido.
Cuando murió su padre heredó un poco de dinero, lo suficiente para encontrar ese rinconcito en Bercedo, un pequeño y encantador apartamento en el que tiene todo lo que necesita para sentirse  a gusto.
Enfrente, la estación del tren y un poco más lejos la parada del autobús.
Un barcito para tomar el café, leer el periódico y encontrarse con amigos que van cayendo por allí para encontrase con ella, pienso yo.
Todos los días pasea, 
Le regalan setas, manzanas, hace mermelada, está bien surtida y todo de la mejor calidad.
Siempre disfrutando porque en ese lugar mágico, todo cambia cada día.

Cuando la visito, solemos ir a comer a los lugares que ella conoce y me gusta el plan.
La gente es amable, la comida castellana más rotunda que la vasca y tengo la sensación de que los lugareños son más recios que los vascos.
Casi siempre que voy me pierdo, pero no me importa mucho, porque así me voy familiarizando con una zona geográfica que no estaba en mi agenda, pero que a medida que la conozco, voy encontrando sorpresas que acaparan mi atención.


Pronto tendré que investigar las plantas curativas que crecen al lado del río y tengo intención de ir ampliando mis conocimientos sobre le merindad de Montija.






lunes, 21 de septiembre de 2015

Experiencia en India












He estado muchas veces en India.
El propósito por el que iba a menudo era asistir a los festivales que organiza Prem Rawat.
Hablo en pasado porque desde que me rompí la pierna no he vuelto.
Al principio solía hospedarme en el Raj Vydia Kendar, que es el ashram de Prem Rawat, pero cuando me familiaricé con la India y comprobé que me encantaba, empecé a pasar temporadas en el ashram de Aurobindo que está más céntrico, ya que me gusta la idea de salir a cenar, ir a los mercados, darme masajes a cuatro manos en la penumbra de los delicados salones de belleza, tomar clases de yoga e investigar todo lo que ofrece una ciudad tan grande y misteriosa como es Delhi.
El ashram de Aurobindo no solo es muy cosmopolita sino que además, por muy poco dinero ofrece una gran calidad de vida.
Una habitación grande con ventilador, terraza y cuarto de baño solo para mi, es todo lo que necesito para ser feliz.
El jardín para pasear es grande y está cuidado.
Los pájaros cantan alegres, nadie diría que se encuentra casi en el centro de una ciudad tan ruidosa.
Enfrente, una parada de elegantes taxistas sijs, siempre a mi disposición.
Cuatro comidas al día en plan vegetariano y atención médica gratuita de varias clases, consiguen que me sienta bien atendida.
Estando en algún lugar que no recuerdo, me picó un mosquito en el ojo y acudí a un médico americano que me venía a mano.
El pobre no sabía qué hacer.
Ponía interés pero no acertaba, le faltaba experiencia.
El ojo cada día estaba más inflamado y la fiebre subía como la espuma.
Acudí al doctor del ashram de Aurobindo y con la mayor naturalidad me dio una pomada, y una medicina.
Me tapó el ojo y me dijo que no lo destapara y que acudiera cada día al dispensario para que su enfermera me hiciera la cura.
Con 42 grados de fiebre y depositando mi confianza en él, obedecí.
Pasé tres días espantosos, pero al final el mal se fue y pude agradecer a la medicina ayurvédica una rápida y completa recuperación.

El tipo de vida que me gusta hacer cuando me quedo en Delhi después de ver a Prem Rawat suele ser tranquilo, a no ser que me encuentre con gente que me incite a hacer planes diferentes, lo cual siempre resulta interesante.
Casi siempre me encontraba tan a gusto, que cambiaba el billete para seguir más días de lo previsto.
Las librerías de Delhi son extraordinarias.
No solo tienen las últimas novedades de libros escritos en inglés sino que en el plano espiritual abarcan mucho más de lo que yo puedo imaginar.
Los hindúes en general son muy evolucionado, respetuosos, cultos y muy buenos anfitriones.
Siempre dispuestos a ayudar y rara vez muestran impaciencia.

En una ocasión me quedé varias semanas, la gente que conocía había desaparecido y yo me dedicaba a gozar de mi soledad.
Tuve una experiencia extraordinaria.
Supongo que el tipo de comida, el ambiente de recogimiento que se respira en el ashram y el hecho de no hablar con nadie, influyeron en llegar a ese estado de consciencia en el que sin buscarlo, de repente, estando tumbada en la cama, tuve una especie de visión que recorría toda mi vida.
Poco a poco los momentos importantes se iban presentando cronológicamente, sintiendo lo mismo que cuando sucedieron y lo que más me impresionó fue que cuando me aburría o hacía algo que no deseaba, me quedaba atascada.
Pero lo más gracioso de la experiencia fue que vi con toda claridad la manera en la que debía solucionar esos momentos de bloqueo.
De una manera que no puedo explicar porque era nueva para mi y no estaba supeditada a lo conocido, sentí con gran claridad que la manera de solucionar esos desagradables momentos era marchándome tranquilamente.

Al salir de esa especie de rapto que se me presentó sin ton ni son, me quedé perpleja, sabiendo que tendría algo que aprender de aquella experiencia tan fuera de lo normal.

viernes, 18 de septiembre de 2015

Mediodía bilbaíno










Aunque la mayor parte de mi vida la he pasado en Getxo, creo que los años que viví en Bilbao me marcaron, ya que siempre siento algo especial cuando estoy en Bilbao, sobretodo cuando me paseo por la zona de la casa donde vivía con mis padres.

Hoy por la mañana tenía que ir a Bilbao para un tratamiento de fisioterapia y me he encontrado con una vecina que también iba, así que hemos ido juntas.
Ha sido un viaje muy agradable charlando de asuntos intrascendentes.
Como de costumbre, he atravesado el túnel de Archanda para entrar por debajo del arco de Daniel Buren, dejando el Guggenheim a la derecha.
Sumergida en la emoción que me produce ese momento, mi compañera de viaje, que es una andaluza casada con un vasco y lleva muchos años en Getxo, ha roto mi silencio al comentar como la cosa más natural del mundo:

¡Que pereza me da venir a Bilbao!

Al principio he pensado que había entendido mal, pero he recapacitado y he comprendido una vez más, que todos somos diferentes y que, como dicen los castizos: “Cada uno cuenta la feria según le va en ella”.
Nací en Bilbao y me gustaba cuando no era gustable, así que ahora que ha cambiado y está maravilloso, me encanta.

Vivía en la alameda de Mazarredo y aunque me fui siendo muy joven, mis células reconocen esa zona.
Durante los años que pasé en Bilbao antes de casarme, mi vida se centraba en ir al estudio de pintura de la calle Ledesma, en el antiguo edificio de El Correo, donde Iñaki García Ergüin nos daba clase todos los días a Luz Ibarra, Isabel Alcalá Galiano y a mi.
No sé si mis compañeras han seguido pintando, las he perdido de vista.
Recuerdo esa época como una de las más felices de mi vida.
Depositaba todo mi entusiasmo en esas tardes dedicadas al aprendizaje de la pintura.
Iñaki García Ergüin nos enseñaba, con santa paciencia e inmensa generosidad, el procedimiento pictórico por excelencia.
Él conocía la alquimia de El Greco que le llegó a través del gran pintor vasco Solís, extraordinario artista, a quien no se le ha valorado en toda su magnitud.
Esa técnica artesanal, misteriosa y que podía haber permanecido secreta, nos la trasmitió Iñaki compartiendo con nosotras una receta ancestral, que probablemente ha terminado con él.
Todo ha cambiado muy rápido.
Bilbao ha cambiado.
Todo cambia.
La vida no es estática.

Al terminar la fisoterapia he ido a la calle Ledesma, para tomar unas ostras en un bar nuevo que se llama “El Puertito” y mientras disfrutaba alegremente del aperitivo, grande ha sido mi sorpresa cuando he visto a Iñaki García Ergüin paseando por allí.
Me ha contado que han colgado los murales que hizo para la ópera Carmen en la bodega Eguren y que a la inauguración vinieron el lehendakari y todas las fuerzas vivas del arte, incluído Mikel Zugaza, actual director del museo del Prado y que cuando fue director del museo de BBAA de Bilbao, fue quien le encargó el mural para ocultar las obras que se estaban haciendo en dicho museo.

Al llegar a casa he podido ver los murales, la bodega y la cantidad de actos que han organizado para festejar el año de García Ergüin y me he vuelto a emocionar, recordando aquellos años tan bonitos y el cariño, respeto y admiración que siento por Iñaki.

miércoles, 16 de septiembre de 2015

Avoir du chien









Que faut-il pour avoir du chien ?
Il ne suffit pas et il n'y a pas besoin d'être belle ; il faut juste avoir ce charme, ce petit "je-ne-sais-quoi" qui attire et fascine les hommes et les fait craquer, au point d'oublier parfois qu'ils ont déjà tout ce qu'il faut et peut-être même en mieux à la maison.

¿Que hace falta para “avoir du chien”? (tener perro)
No es necesario ser guapa, basta con tener encanto, ese pequeño “je-ne-sais-quoi" que atrae y fascina a los hombres y les hace crepitar hasta el punto de olvidar a veces que tienen de todo y quizás mejor, en su casa.


Reconozco que esta frase me sedujo desde el principio.
Hay que tener mucha sofisticación para llegar a formular algo tan carente de lógica y que sin embargo se entiende a la primera.
Me recuerda al comienzo del libro de Margaret Michell “Lo que el viento se llevó”, que leí en francés y se me quedó grabado para la eternidad:

Scarlett O'Hara n'était pas d'une beauté classique, mais les
hommes ne s'en apercevaient guère quand, à l'exemple des jumeaux
Tarleton, ils étaient captifs de son charme.

Scarlett O'Hara no era bella, pero los hombres no solían darse cuenta de ello hasta que se
sentían ya cautivos de su embrujo, como les sucedía a los gemelos Tarleton. 


Son frases encantadoras que todos entendemos pero no sabemos explicar.
Por otro lado es bueno que los atributos estén repartidos, porque sería injusto que solo las mujeres guapas conquistaran sin esfuerzo a los hombres.

Solamente los franceses son capaces de manejar el idioma de un modo tan poético.
Indagando en internet, he comprobado que cuando intentan traducir “avoir du chien” al inglés se vuelve horrible, pierde la gracia y el sentido se convierte en algo denso y sin encanto.
En castellano es todavía peor, porque tener gancho o tirón, no me parece apropiado para aplicarlo a una mujer, es demasiado vulgar.

Avoir du chien se utiliza en el lenguaje cotidiano, mas no por eso deja de ser una expresión poética.
No olvidemos que el lenguaje es a la vez la herramienta más banal de la comunicación y la forma más alta de la especie humana.

¡Que importante es saber manejar la lengua!

Por lo menos, la propia.

domingo, 13 de septiembre de 2015

¿Casualidad o brujería?










Mi madre era una mujer extraordinaria.
Nada en ella era corriente o pequeño, tanto su vida como su carácter eran extremos.
No es que ella buscara lo extraordinario, simplemente sucedía.
Intentaba hacer todo bien, a poder ser mejor que bien y casi siempre lo conseguía.
Tenía una fuerza de voluntad sorprendente y en su vocabulario no existía la frase “no puedo” sino todo lo contrario.
Le gustaba decir, cuando se presentaba la ocasión que “querer es poder”.

Un día estábamos charlando tranquilamente mientras ella hacía punto y me contó que había estado mirando los papeles del banco de Bilbao y le extrañaba que le hubieran adjudicado cuatrocientos setenta y dos euros con setenta céntimos, que no le pertenecían.
Estaba segura de que ese dinero no era suyo.
A pesar de tener una edad considerable nunca perdió la cabeza.
Creo que en los últimos años estaba todavía más lúcida, lo cual le causaba cierto pesar porque se daba cuenta de que su cuerpo se deterioraba a un ritmo vertiginoso que le impedía seguir a su pensamiento.
Aunque le costaba moverse, hizo el esfuerzo de ir al banco, aguantó la cola y al llegar a la ventanilla explicó lo sucedido a la persona que le atendía.
No le hizo demasiado caso, asegurándole que el banco nunca se equivoca.
Mi madre no tuvo más remedio que volver a su casa con las orejas gachas y la certeza absoluta de que ella estaba en lo cierto.
Le gustaban las cuentas claras.
No le hacía gracia que pensaran que había perdido la cabeza o que se había confundido, ya que daba mucha importancia a tener la razón.
Pasó el tiempo y un domingo por la mañana que era cuando yo solía visitarle, al quedarnos solas, le noté que estaba de muy buen humor.
Se veía que tenía ganas de hablar.
Me dijo:

Blanca, te voy a contar una cosas divertidísima.
¿Te acuerdas de aquello que te conté, que me habían puesto un dinero que no era mío en la cuenta del banco de Bilbao?

Si, claro que me acuerdo.

Contesté enseguida.

Fíjate que gracioso lo que ha pasado.
Como no me había quedado tranquila cuando me dijeron que el banco nunca se equivoca, decidí volver a protestar porque quería aclarar el asunto.
Pues bien, estaba en la cola tan tranquila y ya le estaban atendiendo al señor que estaba delante de mi.
De repente, levanta la voz y le oigo que dice en un tono crispado:
Estoy seguro, segurísimo de que han sacado de mi cuenta cuatrocientos setenta y dos euros con setenta céntimos.
Lo sé perfectamente y no me diga que el banco no se equivoca porque yo llevo mis cuentas al milímetro.

Al oir esto, mi madre se acercó a la ventanilla y dijo:

Esa es exactamente la cantidad de dinero que han depositado en mi cuenta y no me pertenece.
He intentado devolverlo y no me lo han permitido.
Por fin verán que yo tenía la razón.

El de la ventanilla tuvo que reconocer que el banco se había equivocado, se disculpó ante los dos y puso en orden ambas cuentas.
El propietario del dinero agradeció el gesto a mi madre y ésta se fue a su casa tan contenta, sabiendo que había hecho bien las cosas una vez más..

sábado, 12 de septiembre de 2015

El sexto sentido










Conocí a varios miembros de una familia de Bilbao realmente peculiar.
No solo eran artistas en mayor o menor medida sino que en el plano espiritual estaban bastante más evolucionados de lo habitual.
La chica se llamaba Estrella.
Era guapa y tenía un poder de convocatoria extraordinario.
Sabía muchas cosas interesantes.
Un extenso círculo de amistades le seguía a pies juntillas.
Poco a poco me fueron presentando a los hermanos.
Todos eran músicos.
Al final conocí a la madre que además de ser encantadora, cantaba ópera.
Se notaba que estaban muy unidos.
Pero lo realmente especial, especial hasta límites insospechados fue lo que voy a relatar a continuación:

Uno de los chicos, quizás el más especial de una familia en la que todos eran especiales, me llamaba poderosamente la atención porque siempre estaba feliz.
Recuerdo su rostro brillante, sonriente, enmarcado por una melena rizada de pelo muy negro que contrastaba con sus inmensos ojos azules.
Le veía a menudo en diferentes partes del mundo ya que como yo, él seguía a Prem Rawat allá donde fuera.
Le solía ver encargándose de la mesa de mezclas y del sonido y parecía un niño que jugaba y se lo pasaba muy bien.
Siempre estaba contento, dispuesto a hacer un favor.
No solo componía canciones sino que además pintaba y dibujaba.
Cuando cantaba tenía la capacidad de llegar al agudo más alto y al grave más bajo, lo cual es excepcional.
Todo en él era extraordinario.

Lo que Estrella me contó sobre su hermano explica lo que le hace diferente.
Hacía años, en las épocas jipis, este chico estaba en Ibiza vendiendo láminas o tal vez sus propios dibujos, no lo recuerdo y una mujer se le acercó con la intención de leerle la mano.
Se la tendió amablemente y la quiromante se dispuso a realizar su trabajo.
A medida que iba descifrando el enigma, su interés se acrecentaba.
De pronto, sin previo aviso, le retiró el pelo de la oreja y allí encontró lo que andaba buscando:
Un agujero en la mejilla.
Sin dar tiempo a que el chico reaccionara le miró el otro lado y encontró otro agujero en perfecta simetría con el primero.

Ante su estupor la mujer le preguntó:

¿Sabes lo que tienes ahí?

Él dijo que no, que tenía esos orificios desde que nació y nunca nadie había sabido darle razón.
La mujer le hizo unas cuantas preguntas a las que él respondió sin cautela.
Le contó que a veces supuraban un líquido, que les afectaba el frío y el calor, y algunos detallitos sin aparente importancia.
No hubo necesidad de demasiadas explicaciones, ella sabía lo que significaban aquellos agujeros y sin asomo de duda, emitió su veredicto:

Lo que tienes es un sentido, o sea que en vez de cinco, tu tienes seis sentidos.
Es algo realmente excepcional, muy poca gente viene a este planeta con seis sentidos, por eso no lo has desarrollado.

Estrella me contó que su hermano siempre se tapaba los agujeros con el pelo porque no le gustaba hablar del tema ni que le hicieran preguntas.

También me dijo que cuando nació tuvo seras dificultades para acoplarse a la vida, le costaba respirar y comer, pero con sumo cuidado su madre consiguió sacarle adelante y hoy en día no solo está integrado, sino que además es una persona feliz.

jueves, 10 de septiembre de 2015

Un aura verde











Al volver a casa después de romperme la pierna por primera vez, mi amiga Rosa venía a visitarme casi todos los días.
También había estado viniendo al hospital porque aunque allí tenía muchas vistas, ella sabía que su presencia era importante para mi. 
Tenerle cerca me tranquilizaba.
Además, tenía confianza para pedirle favores y podía comentar con ella mis pensamientos, mis ideas e inquietudes.
Rosa es un ángel.
He tenido mucha suerte de que forme parte de mi vida.
Era incondicional y lo sigue siendo pero gracias a Dios ahora no le necesito tanto.
Es una amiga en el sentido total de la palabra.
Me acepta con mis defectos y mis virtudes.
Es tan delicada que a veces me avergüenzo de mi falta de sensibilidad.
Es respetuosa, cariñosa, independiente, comprensiva, puntual, generosa, nunca levanta la voz, siempre dispuesta a ayudar y agradar.
Cada vez que tengo la oportunidad de estar con ella lo considero un regalo.
En aquella circunstancia, su compañía aliviaba mi obligada quietud.
Por las mañanas me venía a buscar una ambulancia que me llevaba al hospital para hacer una rehabilitación muy dura que me dejaba exhausta para el resto del día.

Una tardecita estábamos las dos tan tranquilas, charlando en la penumbra del salón de mi casa de Las Arenas y ella hablaba de algo que no recuerdo.
Yo le miraba embelesada, su voz es bonita, agradable, monótona, envolvente y he aquí que de repente, sin haberlo pensado ni buscado, me encontré con que alrededor de su figura había una especie de halo verde luminoso que le envolvía, de un grosor como de diez o quince centímetros.
Me quedé de piedra.
Ella seguía hablando y yo le miraba encandilada.
No conseguía apartar los ojos de ese halo.
Nunca había visto nada semejante.
Poco a poco fui recobrando la consciencia del momento y recordé que en mi mesilla de noche tenía un libro que hablaba del aura.
Me levanté y renqueando con las muletas, fui a buscarlo.
Volví al salón, le conté a Rosa lo que había visto y busqué la página del libro en la que entre los diferentes colores, hablaban del aura verde.
Hablaban del aura como de una luz en forma de huevo que rodea a la persona y lo que yo había visto no tenía forma de huevo en absoluto, pero más adelante explicaba que el aura tiene varios cuerpos y el que yo vi es el más cercano al cuerpo físico.
Lo que vi seguía la forma del cuerpo y tenía la misma anchura en todas partes.
Empecé a leer en alto.
Decía lo siguiente:

Aura verde: El individuo con color verde es una persona encantadora y con gran determinación. También es muy sensible y su energía le requiere para ayudar a otras personas en la medida de lo posible. Y es que es muy humanitario y con grandes dotes de sanador, por lo que si su aura está en positivo, siempre estará dispuesto a ayudar allí donde pueda.
Gran facilidad de trato que puede crear cierta sensación de falsedad.

Mientras leía, Rosa me escuchaba con atención y cuando terminé le miré sonriente.
Ella, tranquila y sin inmutarse, comentó:

La verdad es que estoy de acuerdo en casi todo, lo único con lo que no me identifico es con la última frase.

Me hizo gracia que dijera eso porque al verle siempre tan en su sitio yo también había pensado alguna vez que estaría fingiendo, pero después de tantos años en su compañía, ahora estoy segura de que es encantadora de verdad.
Jamás le he visto una mala cara ni un comentario desagradable.
Insisto: Rosa es un ángel.


lunes, 7 de septiembre de 2015

Indómita











Yo soy una hipócrita.
Cuando me felicitan por mis textos y me agradecen que sea honesta y sincera me siento avergonzada.
Soy consciente de que digo cosas que no se suelen decir pero eso no significa casi nada, solamente que soy un poco más descarada que los demás.
La realidad es bien distinta.
Si realmente profundizara en mis sentimientos y los expresara sin temor, sin ocultar nada, sin hacer concesiones, sin miedo a las represalias, otro gallo cantaría.
Reconozco que con lo poquito que expreso me limpio un poco el alma, pero no es suficiente.
Necesitaría hacer una limpieza general.
Incluso y a pesar de que lo que cuento es solo la superficie, a veces tengo que hacer un pequeño esfuerzo y es tan grande el alivio que me produce, que me empuja a seguir en el camino empezado.
Yo no me considero valiente.
Más bien lo contrario.
A pesar de que según mi madre nací siendo rebelde _ya en el coche de bebé me arrancaba los lazos de los faldones_siempre he intentado ser comedida para no llamar demasiado la atención y para evitar castigos y enfrentamientos.
Un día mi madre me entregó los boletines de mi primer colegio, la Vera Cruz de Bilbao, y en las observaciones ponían repetidamente:

Blanquita es rebelde.
Lucha para defender las injusticias enfrentándose incluso a las profesoras.

Sin embargo yo me recuerdo aguantando los chaparrones con las manos detrás, la cabeza gacha, diciendo:

Si madre, si señorita

y por dentro:

por mucho que te diga que si, yo seguiré pensando lo que me dé la gana, ahí tu no puedes entrar, no me puedes cambiar.

Y me iba tan contenta con mi terquedad a cuestas.
Intentaban domarme en el colegio e intentaban domarme en mi casa pero por dentro nadie podía doblegarme: era indómita.

Así que ya desde pequeña me protegí a mi misma con el caparazón de la hipocresía.
Recibí una educación rígida en la que todo estaba permitido siempre que se hiciera a escondidas conservando las buenas maneras.
Intenté acatar las normas de una sociedad enferma y para no enfermar con ella me salí a través de las drogas.
No es que acertara en el empeño puesto que me hice daño a mi misma, pero en cierto modo fue la única manera que encontré para tener el valor de enfrentarme a lo que para mi era espantoso.
Por más que intentaba ser una niña buena nunca lo conseguía.
Llegué a Francia con diez seis años y no voy a decir que me hice buena de repente, pero muchas de las cosas que en los colegios españoles resultaban pecaminosas, en Francia eran aplaudidas.
Me da asco la hipocresía pero rara vez puedo dejar de utilizarla.
He mentido tanto que ya casi no distingo la verdad de la mentira.
He mentido a mi madre, a mi marido, a los médicos, a la policía…
Miento por defecto.
Estoy configurada para mentir aunque no saque nada en limpio.

Podría ser ridículo pero más bien resulta patético.

domingo, 6 de septiembre de 2015

Encuentros con la macrobiótica












Hace muchos años, muchísimos, más de cuarenta, oí hablar de macrobiótica a Pizca Rivière, amiga íntima que a menudo me invitaba a comer a su casa.
Pizca era una gran pionera, tenía la capacidad de enterarse de las cosas interesantes antes que los demás y en aquella ocasión me sorprendió con un menú muy diferente al habitual a base de arroz integral, seitán, tofu y azukis.
Se guiaba por un libro al que consideraba su tesoro.
Fui un interés repentino que subió como un globo y se desinfló enseguida al no encontrar eco.
Años después conocí a Dorita Castresana que tenía una tienda de productos macrobióticos en Algorta.
Había estudiado en Alemania y sabía tanto de macrobiótica que los clientes que seguían sus consejos se curaban de todos los males.
Me hice muy amiga de Dorita y solíamos movernos bastante por el país vasco para ir a eventos en los que ponían videos de las conferencias de Prem Rawat.
En los viajes en coche me hablaba constantemente de la macrobiótica y de la importancia de equilibrar el yin y el yang.
Le escuchaba interesada pero no lo ponía en práctica.
Cuando me rompí la pierna por segunda vez y a pesar de la múltiples operaciones no conseguía que se soldara, decidí tomar las riendas de mi salud empezando por cambiar la alimentación.
Me fui al centro macrobiótico Cuisine et Sante, en Saint Gaudens, que está considerado como el mejor de Europa.
Pasé diez días que es el tiempo que recomiendan para que se cambie el PH de la sangre, aprendiendo la teoría y la práctica de la macrobiótica, leyendo los libros de Ohsawa y asistiendo a las conferencia impartidas por el director.
No solo me cambió el PH de la sangre sino que también cambió una parte importante de mi vida.
Experimenté que la alimentación influye en casi todo lo demás.
A medida que iba practicando la macrobiótica me iba encontrando mejor y mis ideas se aclaraban.
Mi fuerza de voluntad se acrecentaba y el bienestar que sentía me impulsaba a seguir en esa línea que no tiene nada que ver con lo que ofrece el mundo que me rodea.
Hasta tal punto mejoraba mi salud que le dije al cirujano que me estaba esperando para operarme  de la rodilla, que ya no necesitaba pasar por el quirófano porque había dejado de dolerme.
Dejé de ir a bares y de comer fuera de casa.
Dejé de pintar y me inscribí en un curso de escritura.

Y así se desarrollaba mi existencia, basada en la macrobiótica en plan radical hasta que en un viaje a Barcelona decidí dedicarme a disfrutar de la cocina catalana.
¡Craso error!
Se desplazó el eje que me mantenía centrada.
Al volver a casa no conseguía apartar de mi cabeza los placeres de la comida convencional y me dejé llevar por la tentación y ese despiste creció y me di cuenta de que me había apartado de lo que para mi resultaba tan saludable.

Antes de que las cosas se pusieran peor, recapacite y recordé que existía Saint Gaudens y ni corta ni perezosa volví a Saint Gaudens en donde sentí que había vuelto al hogar.
En minutos mi malestar desapareció.
Recuperé la sensación cálida que se deriva de la práctica de la macrobiótica.
Es como si todo mi cuerpo agradeciera el trato que le doy y lo demuestra.
Todo empieza a funcionar con extrema facilidad en conexión con la naturaleza.

Desde entonces mi alimentación es macrobiótica.
Ocasionalmente me salgo pero vuelvo rápido al orden porque ya me he acostumbrado a que mi cuerpo no tenga que hacer un esfuerzo extra para asimilar los alimentos que no le convienen.

He simplificado mi vida y aunque sé que no es la panacea, he resuelto un apartado de mi vida en el que me encontraba perdida.

sábado, 5 de septiembre de 2015

Autobiografía de artista










What strikes me is the fact that in our society, art has become something which is related only to objects and not to individuals, or to life. That art is something which is specialized or which is done by experts who are artists. But couldn't everyone's life become a work of art? Why should the lamp or the house be an art object, but not our life?'
Michel Foucault. (1991) [1984]. 'On the genealogy of ethics: An overview of work in progress'. In Paul Rabinow, (ed.), The Foucault Reader. Harmondsworth, Middlesex: Penguin, p. 350.

Lo que me choca es el hecho de que en nuestra sociedad el arte se ha convertido en algo que está relacionado solamente con los objetos y no con los individuos o con la vida. El arte es algo que está especializado o que está hecho por expertos que son artistas. Sin embargo ¿no podría convertirse en una obra de arte la vida de alguien? ¿por qué la lámpara o la casa debe ser una obra de arte y no nuestra vida?


Basándome en las premisas de Foucault sobre la conversión de mi vida en obra de arte, finalmente pongo manos a la obra para juntar y ordenar las piezas sueltas de mi autobiografía.
Estos tímidos textos en los que relato episodios de mi vida, forman parte del proyecto que me ocupa “Autobiografía de artista” en el que intento explicar la coherencia de mi obra plástica.
En una trayectoria tan heterodoxa como la mía, es importante y también necesario explicar con palabras los extremos y las contradicciones que me llevaron a producir una obra tan heterogénea.
Mi obra y mi vida están tan unidas que es imposible separarlas.
La serie “Heridas”, consecuencia de los tres meses que pasé inmovilizada en el hospital de Cruces la primera vez que me rompí la pierna, fue producto de mi inconsciente.
Me di cuenta cuando terminé de colgar las piezas en una sala de exposiciones.
Al quedarme sola me senté.
Miré a mi alrededor y lo que vi me horrorizó.
Me espantó.
Me costaba reconocer que esas cosas tan desagradables, llenas de sangre las hubiera hecho yo.
Es entonces cuando comprendí que en mi obra pictórica y mi vida no hay distancia, forman parte de un todo.
A través de los relatos me doy a conocer y al conocerme se percibe con claridad que todo tiene sentido.
Arduo es el trabajo que tengo entre manos, porque antes de que internet llegara a mi vida no hice fotografías de los cuadros y las que hice no son buenas.
Además, como es natural, los mejores se los llevaron y no les he seguido la pista.
Sin embargo, teniendo en cuenta que lo mejor es enemigo de lo bueno, sigo adelante con este proyecto encantador que va a dar sentido a muchos años de intenso trabajo.
Sin prisa pero sin pausa.
Intentando hacer de tripas corazón, porque sé que voy a echar en falta muchas imágenes de cuadros que están desperdigados por el mundo y que podrían apoyar my trayectoria, insisto.

Se trata de ordenar, clasificar, investigar, revisar la cronografía y trabajar con un equipo de especialistas que sean capaces de maquetar un libro_objeto.
Recuerdo con tristeza unos cuadros de los todos de Ondarreta diferentes de los conocidos, de los que no conservo ni siquiera los bocetos, que me encantaban y antes de la inauguración, llegó una decoradora famosa y la persona encargada permitió que se los llevara, .
Por eso, con humildad, conformándome con los que buenamente pueda conseguir, intentaré juntar las piezas del puzzle para obtener un resultado coherente.


viernes, 4 de septiembre de 2015

Libertad aunque me equivoque









Antes, mucho antes de plantearme tener hijos, ya había grabado un pensamiento en mi cabeza:

Educaré a mis hijos justo al contrario de como me han educado a mi, es decir en plena libertad.

Así lo hice.
Intenté enseñarles maneras para que supieran comportarse sin molestar a nadie, sobretodo sin molestarme a mi.
Respecto a lo demás, siempre he creído que se nace sabiendo.
Soy de la teoría de que lo mejor es aprender de los propios errores.
Pienso que las personas tenemos un mecanismo que nos impulsa a espabilar cuando queremos algo pero si nos dan todo hecho, lo aceptamos encantados.
A mi me tuvieron en una jaula de oro hasta los trece años en que me llevaron interna a Madrid.
Hasta entonces nunca me había preocupado de nada.
Tampoco en el colegio tenía que ocuparme de nada excepto de los viajes y de las clases particulares de pintura es decir, de lo que me hacía feliz.
Desde muy pequeña tenía que comprar los billetes de avión, coger autobuses y tomar decisiones cuando estaba fuera de casa.
No me costó nada de nada.
Aprendí en segundos.
Respecto a lo demás me mantenían al margen y yo me dejaba.
Resultaba cómodo vivir en Babia.
Me di cuenta de que me habían inoculado una ideología religiosa, política y social sin dejarme ni siquiera plantearme que había otras posibilidades.
Me aseguraron que había buenos y malos, que había cielo e infierno, que casi todo lo apetecible era pecado y muchas más cosas por el estilo que no eran discutibles.
Cuando nacieron mis hijos, estaba tan ocupada que casi no tenía tiempo de pensar por mi misma hasta que empecé a estudiar BBAA y entonces mi cabeza empezó a funcionar pero pronto me metí en drogas y eso requiere un esfuerzo continuo para conseguir estar siempre abastecida.
Sin embargo, a pesar de todas las distracciones, siempre tuve muy claro cómo quería educar a mis hijos para que no crecieran tarados como yo y así lo hice.
Les mandé a colegios laicos y nunca les forcé a estudiar.
Su padre daba mucha importancia a los estudios y a los deportes.
Yo, poca o ninguna.
Lo único que me importaba era que estuvieran sanos y contentos, que fueran felices.
Beatriz solía levantarse muy temprano para estudiar y no me hacía ninguna gracia.
Le decía:

No estudies tanto Beatriz, tienes que dormir.

No me hacía caso.
Jaime no daba problemas.
Se llevaban muy bien los tres.
Un día mi hijo Carlos, que era el pequeño de los mayores, me dijo:

Mamá, no quiero ir al colegio.
No me gustan las conversaciones que tienen en el autobús, gritan y se pegan.
No me siento bien.

Decidí que se quedara en casa.
A su padre le decía que estaba enfermo.
En casa estaba contento.
Era una persona muy especial, inteligente, sensible y muy valiente.
Todos le queríamos y le respetábamos.
Parecía mentira que siendo tan joven tuviera tanto carisma.
De repente me dijo:

Mamá, enséñame a leer.

Me pareció lo más fácil del mundo.

Bien, ven aquí.

Con un papel y un lápiz, sin libro ni método, le enseñé las vocales y como se pronunciaban cuando ponía delante una consonante y en cinco minutos ya sabía leer.

Ya más tarde, al nacer mi hijo el pequeño, no estaba mi exmarido o sea que pude poner en práctica sin problemas mi concepto de libertad.
Sus desastres escolares eran apoteósicos pero a mi no me preocupaban porque le veía tan contento, tan despierto, tan seguro de si mismo, que comprendía que lo que le enseñaban en el colegio le pareciera aburridísimo.
Un día me llamaron para tener una reunión con los profesores y me dijeron que estaban muy preocupados con él porque se abstraía en las clases, no se concentraba.
Cada profesor hablaba criticándole.
No me pareció consistente lo que decían.
Ni siquiera el castellano que utilizaban era correcto.
Les dejé hablar y cuando expusieron sus preocupaciones, yo dije lo que pensaba:

Tiene intereses diversos que desarrolla con habilidad.
Lee a Nietzsche.
Toma clases de guitarra.
Escucha música.
Tiene amigos.
Pinta.
Modela.
Conversa.
Hace skate.
Juega muy bien al golf.
Le gusta el cine.
Le interesa el arte.
Es cariñoso conmigo.
En definitiva, mi hijo es un hombre del Renacimiento.

Me levanté, agradecí su interés y me marché.
Nunca volví.