domingo, 30 de abril de 2017

DOSCIENTOS SESENTA Y TRES







He tenido suerte.
Tenía dudas sobre lo que iba a contar en el diario y después de ver al programa de Sánchez Dragó sobre literatura, he decidido hablar de los libros que me gustan, que me han gustado y sobretodo de los que hacen que me sienta bien.
Mi última experiencia en este sentido sucedió ayer, sin ir más lejos.
Había pedido en mi Kindle los primeros capítulos de un libro que me había recomendado una librera y no me estaba covenciendo, por lo que lo dejé.

Más tarde, en FB leí lo que escribieron sobre la despedida india de Salvador Pániker, en un monasterio cristiano.
Recordé los buenos momentos pasados con él mientras leía sus diarios y decidí pedir el último libro, que entregó a su editorial.
No necesité leer más de cuatro líneas para saber que era eso exactamente lo que necesitaba.

Acerté, fue como dar en la diana.
Me siento tan cercana a esa persona que ya empieza a notar lo que sucede cuando se atraviesa la franja de la tercera edad, que es como estar con un amigo que va por delante de mi y me cuenta lo que encuentra en el camino.
Al escribir éste libro “Adiós a casi todo” tenía setenta y ocho años y se queja de las enfermedades que le aquejan.
No son grandes problemas, pero le impiden disfrutar de la vida en plenitud.
Me gusta saber que a cierta edad, no soy la única que sufre las consecuencias de ser mayor que los que me rodean, en mi caso por ejemplo, mis propios hijos a quienes tengo cerca, convivimos juntos y se nota que les sobre salud y energía.
Bien es verdad que nunca se han casado ni han tenido hijos, hablo de Beatriz y Jaime y yo creo que en mi caso en concreto, esos dos asuntos han sido en los que más he depositado mi atención y los que más me han cansado.
Creo que no tengo vocación de esposa ni de madre y mucho menos de ama de casa.

Eso es lo de menos, ya pasó y además aprendí.
Aprendí a sacrificarme, a ceder, a trabajar, a ponerme en segundo o tercer lugar, a olvidarme de que yo también sabía lo que quería, a priorizar mis obligaciones, a responsabilizarme, a saber que estaba sola y que no me quedaba más remedio que agarrar el toro por los cuernos y seguir adelante, aunque lo hiciera a trancas y barrancas.

Acepto mi vida, ha sido mi escuela de aprendizaje, mi universidad a la carta y lo único que espero es haber aprendido de mis errores.

Siguiendo con Pániker diré que me gusta estar en su compañía, me gusta lo que cuenta, me gustan sus flaquezas y además, me ayuda a ser consciente de que todavía me encuentro bien, ya que no me duele nada y disfruto de todo lo que la vida me ofrece.

Me inspira ver el programa de Dragó los domingos, me recuerda a mi profesor cuando al hablar de un libro, no solo dice el título y el autor, sino también la editorial.







sábado, 29 de abril de 2017

DOSCIENTOS SESENTA Y DOS







Disfruté tanto ayer con la película de Stefan Zweig, que ya estaba dispuesta a repetir el mismo plan  los tres días de vacación .
Estaba convencida de que todas las películas iban a ser buenísimas y estaban allí, en los Multis, esperando a que yo las viera.
Nada más lejos de la realidad.
En cuanto he llegado al ordenador, incluso antes de mirar los mails que se supone que es lo primero que hago, ya he estudiado la cartelera, y cierta decepción me ha devuelto a la realidad.
No es tan fácil que una película contenga todos los ingredientes para estar casi segura de que me va a encantar.
Creo que tendré que cambiar de plan.

Decía Hellinger, inventor de las constelaciones:

“Nadie crece siendo inocente”

Tengo la sensación de me cuesta dar pasos para madurar.
Es como si viviera a trompicones.
De repente hago un esfuerzo extraordinario y me quedo tan satisfecha que me tumbo a la bartola y me creo que ya está todo hecho.
Me cuesta mantenerme despierta y aceptar que cada paso que doy, solo es un pasito más en el camino de la vida y que para ser vivida en su plenitud, es necesario estar alerta todo el tiempo.
Es importante la consciencia, tanto para las cosas grandes como para las pequeñas.
Un descuido aparentemente sin importancia, puede hacer que me tropiece con una piedrecita y me rompa la pierna.
Justificarme diciendo que soy mayor, que he llegado a una edad en la que merezco descansar y ese tipo de frases hechas, solo son meras disculpas, excusas para no hacer el esfuerzo que me llevará a disfrutar de la vida sin engaños, desde la realidad, la responsabilidad y la libertad.

Tal vez estas reflexiones sean el resultado de la película de Zweig que tanto me conmovió.
Empaparme de cine, de arte y de literatura colman algunos espacios de mi vida que estarían huérfanos, si no tuviera acceso a esas maravillas.

A veces incluso tengo que hacer un esfuerzo para ver una película, a sabiendas de que siempre que sea buena es algo que me complace enormemente.











viernes, 28 de abril de 2017

DOSCIENTOS SESENTA Y UNO







He visto la película de Stefan Zweig y para no alargarme diré que me ha encantado.
He disfrutado, he pasado un buen rato en el cine y he salido con demasiados pensamientos alborotando mi cabeza, que iré poniendo en orden poco a poco.
No quiero olvidarlos, me apetece reflexionar sobre ellos.

He leído algunos libros de Zweig que me han fascinado.
Fue mi exmarido quien me introdujo en su mundo a través de “La piedad peligrosa” que se incrustó en mi corazón siendo yo casi una niña y nunca he dejado de pensar en el daño que se pude hace confundiendo los sentimientos.
No quiero ni pensar en mi misma, en las actuaciones teatrales a las que he recurrido, las veces que me he encaprichado de un hombre.
Por lo menos, desde que me separé de Carlos, tuve muy claro que el matrimonio no es una opción para mi, por lo que nunca dejé que las cosas llegaran tan lejos.

Es terrible lo que sucedió a Zweig, tuvo que salir de Europa y quedarse sin un lugar al que llamar "mi casa".
Tal vez la época que describe la película, que es la última de su vida, no sea suficiente para reconocer su verdadera personalidad, ya que estaba sometido a una presión extrema.
No puedo ponerme en sus zapatos puesto que vivo en el lugar al que pertenezco y cuando he vivido en otros países, ha sido porque he querido y siempre lo he hecho de una manera provisional.

La película es estupenda, está muy cuidada, el vestuario es magnífico y describe Brasil de tal manera que dan ganas de ir allí, por lo menos para descansar una temporada.
Los diálogos son impecables y a pesar de que detesto que doblen las películas, considero que en este caso lo han logrado.
Solo he estado una vez en Sao Paolo y me pareció fascinante, no solo por la fuerza de la naturaleza que se empeña en salir hasta romper las paredes, sino también por el idioma, tan dulce y musical, la amabilidad de sus gentes y la comida sana que destruye la agresividad.

Decía Stefan Zweig que Brasil es el país del futuro, tal vez tenga razón.

Empezar una vida nueva a los sesenta años le parecía imposible, se consideraba débil para hacerlo, ya que citando sus propias palabras, consideraba que:

La medida más segura de toda fuerza es la resistencia que vence.

Estoy contenta de haber hecho el esfuerzo de ir a Bilbao y ver esa película en los Multis, que es mi cine favorito de Bilbao.
En Bilbao me siento bien, me gusta estar en la ciudad, se respira un aire diferente, es cosmopolita, vuelvo a casa con ganas de repetir el plan.








jueves, 27 de abril de 2017

DOSCIENTOS SESENTA







Soy tan influenciable, que a veces hasta tengo miedo de leer algo sobre una película o una exposición, por temor a que influya en mi percepción. 
Sobre todo cuando algo o alguien tiene mucha fama, me cuesta mantener mi propio criterio, por lo que casi prefiero ir sola al cine y a los museos.
Respecto a la lectura, también suelo tener mi propia apreciación aunque ahora tengo puesta mi confianza en Íñigo Larroque, mi profesor de escritura.
Sabe mucho de literatura y sobre todo me aconseja sobre lo que me viene bien leer en este momento que estoy tan entusiasmada con mi diario, por lo que me sugiere lecturas de diaristas, empezando por Montaigne, que, aunque me cuesta sumergirme en sus Ensayos, poco a poco le voy conociendo y cada vez le necesito más.
Tiene tanta cordura y tanto sentido común que a veces incluso me desconcierta.

He tenido suerte porque me he metido en un género al que se dedican grandes escritores y me interesa más leer un buen diario que una novela.

Mi método de abordar el diario quiere ser autobiográfico.
Desde un presente que corresponde a la vida cotidiana, me voy a los recuerdos que vienen a mi cabeza relacionados con mi manera actual de vivir, por lo que además de ser un diario, se convierte en una verdadera autobiografía.
No me atreví a hacerlo hasta que murió mi madre, ya que le tenía tanto miedo y respeto que no me habría sentido cómoda para tratar ciertos temas que son esenciales para ser entendida, porque como decía André Michaux, con quien me identifico bastante:

“Escribo con el fin de dar a conocer una persona que, viéndome, nadie habría podido sospechar jamás que existiera”.

No sé si ese es el único propósito de mi escritura, pero reconozco que me refleja en alguna manera.
Es un hecho que me doy a conocer escribiendo.
Tal vez en el trato con la gente me adapto a las circunstancias y sigo el estilo de las conversaciones, aunque me vea a mi misma haciendo un papel que no corresponde a mi mismidad.
La vida va demasiado rápida cómo para tratar de hablar de lo que en realidad ocupa mi pensamiento.

No obstante, al escribir consigo plasmar en el papel algo que de verdad me describe con el único propósito de expresarme y así comunicarme.






miércoles, 26 de abril de 2017

DOSCIENTOS CINCUENTA Y NUEVE







Ayer mi hijo Jaime me dijo que había dejado de leer mis diarios, porque cada vez que nombro a Prem Rawat considera que estoy haciendo proselitismo y le deja de interesar.
Le escuché con atención y recapacité.

Considero importante prestar atención a todo lo que me dicen y plantearme si estoy haciendo algo que no deseo, porque nada más lejos de mi intención que hacer proselitismo, la mera suposición me incomoda.

Así que fui directa al diccionario.

Proselitismo: Empeño que se pone en ganar prosélitos para una causa.

No es mi caso.
El hecho de que a mi me haga feliz estar con él y seguir sus enseñanzas solo significa eso.
Le menciono a menudo porque es una persona muy importante en mi vida.
Si no lo hiciera, dejaría de hablar de algo que está presente en todos los actos de mi vida.
También recordé que a mi me pasó lo mismo que le está pasando a Jaime durante nueve años, ya que Pizca le había reconocido como su maestro y me hablaba constantemente de él y yo pensaba:

Con lo divertida que es Pizca cuando me cuenta cosas normales ¡cómo me aburre al hablar de ese tema!
Y así uno y otro día sin entender nada hasta que fui a París y le vi en persona y de repente se desveló todo lo que había permanecido en la sombra.


Es posible que a otras personas que me leen, les ocurra lo mismo que le pasa a Jaime y que me pasó a mí.
No entender algo es como no verlo, es como si no existiera.
Y nada puede haber más aburrido que oír hablar de algo que no existe.




En la clase de escritura tuve una experiencia interesante:
Hace tiempo escribí un soneto y me comprometí con algunas chicas de la clase para interpretarlo.
Mientras lo preparaba para repartir las fotocopias, me dio la sensación de que era una birria y carecía de interés, no obstante ya me había comprometido y seguí con el proyecto.
Efectivamente, allí estábamos todas media horas antes de la clase para ensayarlo un poco y cuando ya había empezado la clase con todos los asistentes, actuamos.

Tuvo mucho éxito, nos aplaudieron, me felicitaron, se rieron, nos reímos y yo me sentí satisfecha, porque comprendí que lo que en principio era una tontería, al convertirlo en un trabajo de equipo había adquirido un valor del que carecía en principio.

No es fácil trabajar en equipo, pero merece la pena hacer el esfuerzo.
La aportación de cada persona hace maravillas en el conjunto.





martes, 25 de abril de 2017

DOSCIENTOS CINCUENTA Y OCHO






A medida que voy entrando en el terreno de la literatura con la guía del profesor de escritura,  disfruto de la lectura de una manera diferente.
Desde pequeña me gustaba leer y cuando estuve interna en Burdeos, me entusiasmé con los escritores franceses y aprendí a apreciar tanto la prosa como la poesía y el teatro, desde la importancia que dan los franceses a su lengua y a sus artistas.
Me imbuí del espíritu francés y desde entonces, ese amor y admiración por la cultura francesa no ha hecho más que crecer en mí.

Antes de ir a Francia, e incluso antes de que me llevaran interna a Madrid, ya tuve una experiencia importante en la que descubrí que los libros podían salvarme la vida.
Una amiga del colegio de la Vera Cruz de Bilbao, me invitó a pasar unos días del verano a su casa de Vitoria.
Hasta entonces, nunca había vivido en la casa de otras personas que no fueran de mi familia y tampoco sabía lo que era un verano en una ciudad que no tuviera mar, por lo que aparte de que el estilo de esa familia era diferente del de la mía, aunque fueran encantadores e hicieran todo lo que estaba en su mano para que yo me sintiera a gusto, no conseguía ser feliz.
Alguien tuvo la brillante idea de llevarme a la biblioteca pública y allí, en el silencio, entre libros y sin que el sol calentara mi cabeza, encontré la paz y el sosiego que tanto necesitaba.
Se suponía que no me quedaba más remedio que estar una semana.
Me habían educado de tal manera, que ni se me ocurría decir que quería irme a mi casa, habría cometido una falta de educación imperdonable, así que gracias a esa biblioteca no solo resolví el problema de esos días en Vitoria, sino que también aprendí que los libros son mis amigos, que siempre están ahí para hacerme compañía, para ayudarme, enseñarme, entretenerme.
Esté donde esté, si tengo un buen libro, no me importa lo que esté pasando a mi alrededor, todas mis necesidades están cubiertas.
Además, hay libros de todas clases, de todos los temas, de todos los idiomas, forman un mundo paralelo en el que se puede viajar a otros universos, en los que se encuentran amigos del alma que a pesar de haber vivido hace siglos, se sienten tan cercanos que producen un calor tan placentero como el de una fogata.
Así me sucede cada vez que leo un fragmento de un poema de Fray Luis de León.

Me siento próxima a él y a su manera de ver la vida, no me importa que él no esté, está su alma en sus libros que me acompañan allá donde vaya y me hacen saber que no estoy sola en este mundo.





lunes, 24 de abril de 2017

DOSCIENTOS CINCUENTA Y SIETE







Me gusta decir que soy diarista.
En el fondo no soy demasiado amiga de atribuirme profesiones de ningún tipo, porque de lo único que estoy segura es de que soy un ser humano vivo y sediento de conocimiento.
Lo demás viene y va como las olas del mar.
¿Qué puedo decir a estas alturas de la vida?
He nacido con suerte.
Lo reconozco.
A eso que se llama gracia cuyo significado no académico podría ser “favor no merecido” le llamo
suerte para disimular, porque si dijera que tengo gracia podría resultar petulante y arrogante y no es ese mi caso.
Estoy agradecida porque la vida me colma de favores no merecidos en muchos terrenos, tanto físicos como mentales y elementales.

Sin ir más lejos tengo el ejemplo de mi coche:
Un magnífico Mercedes tipo A.

Cuando pude conducir después de la rotura de mi fémur y de todos los horrores por los que pasé durante años, me di cuenta de que no tenía coche.
Ya ni recuerdo lo que había pasado con el mío, pero enseguida Pizca me dejó el suyo, que estaba en desuso.
Un Polo medio descapotable que funcionaba estupendamente.
No obstante, no me hubiera atrevido a hacer viajes en ese coche porque tenía años, no me ofrecía seguridad.
Tampoco necesitaba irme a ningún sitio ya que en mi estado de convalecencia solo me apetecía andar cerca de casa.

Antes de morir, Carlos, mi exmarido y padre de mis hijos, le regaló su coche a Jaime, que por aquel entonces vivía en Mallorca donde tenía su propio coche, por lo que me dijo que usara el Mercedes y que lo compartiríamos cuando él viniera.
Venía poco y era encantador conmigo, casi siempre se arreglaba con el metro o con Beatriz para que yo pudiera usar su coche.
Al cabo de poco tiempo decidió regalármelo.
Quiso que lo pusiera a mi nombre y yo lo acepté encantada, aunque seguía ofreciéndoselo cada vez que venía.

Poco a poco decidió dejar Mallorca y vino a vivir a Bilbao con todas sus pertenencias, por lo que ahora cada uno tiene su coche y todos estamos contentos.

Lo que he contado es solo un ejemplo de la suerte que tengo.
¿No podríamos llamar a eso un “favor no merecido”?







domingo, 23 de abril de 2017

DOSCIENTOS CINCUENTA Y SEIS







Mientras desayunaba un perfecto desayuno macrobiótico, sopa de miso y papilla de arroz (una medida de arroz integral por siete de agua) con tamari y gomasio, he estado viendo en la televisión a algunos españoles que se han instalado en Tailandia y allí viven felices, lo cual no me extraña porque es un lugar paradisíaco.
Allí conocí por primera vez en mi vida el tan cacareado lujo oriental.
Tanto me enamoré de Tailandia que no quería volver a mi casa y eso que tenía tres hijos esperándome en Bilbao.
Claro que la culpa de eso no la tenía el lujo, sino la marihuana que compré al guía del autobús que cuando nos llevaba del aeropuerto al hotel, dijo lo siguiente:

Tailandia significa “tierra libre” (thai es libre y land, tierra), lo que quiere decir que aquí todo está permitido.
En esa época yo había probado el hachis y la idea de catar la famosa hierba tailandesa me apetecía muchísimo, así que al ver lo fácil que se ponía el asunto, a las pocas horas ya tenía mi paquete de mariahuana Thai.
Lo que nunca imaginé, es que la potencia de esa hierba era excesiva para una bilbainita que no había salido del cascarón.
Me pegó tal colocón que no podía levantarme de la cama.
Solo quería estar en mi cuarto y seguir en ese estado de bienestar el resto de mi vida.
Lo tenía muy claro y cuando me acordaba de mis hijos, me los quitaba de la cabeza porque lo único que quería era seguir allí, tumbada sin hacer nada y disfrutando de esa especie de nirvana, una experiencia nueva y desconocida para mi.

He vuelto a Tailandia en otras ocasiones y aquello quedó como una experiencia sin más en mi acelerada trayectoria vital.
Sigo pensando que Tailandia es un paraíso.

Creo que era Henri Michaux el que decía:

"Existen otros mundos pero están en este"

Estoy de acuerdo con él en casi todo.

Cuando mi exmarido acudió a mis padres para quejarse de que yo estaba loca porque fumaba cannabis, me llevaron a Ginebra para que me viera el psiquiatra Ajuriaguerra, que se suponía era el mejor de Europa y me aconsejó que dijera, como su amigo Henri Michaux, que lo que hacía era “experimentar”.
Me pareció una idea excelente, más que nada porque era la verdad.
Experimentaba otros estados de conciencia que son difíciles de lograr cuando te sientes atrapada en las redes de lo convencional.
Una vez que perdí el miedo y empecé a volar, ya no necesité drogas para sumergirme en el interior de mi misma, que es donde encuentro todos los paraísos diseñados especialmente para mi placer y esparcimiento.








sábado, 22 de abril de 2017

DOSCIENTOS CINCUENTA Y CINCO






Hablar con el soporte técnico de Apple es un auténtico placer, ya que suelen atender personas de habla hispano americano, lo que llaman latino, que tienen una educación exquisita y un español excelente, además de una paciencia ilimitada para los temas informáticos, en los que soy bastante torpe.
Parece mentira que algo que me resulta tan difícil cuando hablo con españoles estresados, al hacerlo con latinos se convierte en un auténtico placer.
Me recuerda a aquella diferencia entre el cielo y el infierno que me contó Manolo Eguiraun:

En el infierno, hay un gran puchero en la mitad con garbanzos y muchas gente alrededor.
Las personas que están ahí solo tienen un brazo que no pueden doblar, una cuchara y están hambrientas.
Cada vez que llenan la cuchara, al sacarla se les cae porque no pueden doblar el brazo y además salpican a otros, por lo que cada vez tienen más hambre, están de peor humor y todo es una pesadilla, es decir, un infierno.

En el cielo, por el contrario, aparentemente la situación es la misma:
El puchero sigue en el medio como en el infierno y los que están ahí solo tienen un brazo que no se dobla.
No obstante, se han organizado de tal manera, que con cuidado y paciencia, al sacar la cuchara llena de garbanzos deliciosos, la llevan a la boca del que está enfrente y sin caerle un gota, puede comer hasta saciarse.
Y así es todo en el cielo.

Esa es la gran diferencia entre el cielo y el infierno.
Me gustó tanto, entendí tan bien lo que esto significa, que por eso tengo tanto horror a ponerme de mal humor, porque sé que es ahí donde radica la diferencia.

Por eso me gusta tanto la gente latina, porque son educados, tranquilos, se toman su tiempo, tal vez demasiado para nosotros los europeos nerviosos, con prisas para llegar a ningún lado, vamos a la deriva como si fuéramos a perder el tren para ir a un lugar que ni siquiera sabemos donde está.

La primera vez que fui a Méjico DF me ponía nerviosa por lo lenta que me parecía la gente, pero no me atrevía a protestar.
Luego fui a Mérida, en el Yucatán y allí la gente es más lenta y cariñosa y me hice un poco amiga de alguien que quiso presentarme a toda su familia.
Todo iba tan lento que me puse nerviosa y el señor lo notó y me riñó.
Pasé un mal rato.
En realidad, era yo quien debía supeditarme a su ritmo, estaba en su casa y en su cultura.

Luego, ya en Los Ángeles, donde hay muchos mejicanos, me di cuenta de que si no fuera por ellos, a California le faltaría el alma.
Los mejicanos siempre están de buen humor, dispuestos a hacer una broma o un favor, aunque estén trabajando a pleno sol y se hayan levantado a las cuatro de la mañana.

Yendo a Tijuana en tranvía desde San Diego, oí lo que le contaba un mejicano a otro:

Casi ni conozco a mis hijos.
Llego a la casa a las diez de la noche y ya están dormidos y salgo a las seis de la mañana.
Trabajo todos los días, incluso los domingos.
Mi pobre mujercita se ocupa de todo y yo estoy contento, porque tengo trabajo y los señores son buenos conmigo, me encargo del jardín.

Pizca y yo nos miramos sin hacer comentarios.










viernes, 21 de abril de 2017

DOSCIENTOS CINCUENTA Y CUATRO







Estoy contenta, me encuentro mejor, creo que la intoxicación está cediendo.
Lo he pasado mal, sobretodo los primeros días, parecía que cada día me encontraba peor.
Al final no he hablado con ningún médico.

¿Qué pueden decirme los médicos?
¿Que tome pastillas?
Ya tomo demasiadas.

Me he curado por la fuerza de la naturaleza.
Sé a ciencia cierta, que el cuerpo tiene una natural tendencia a curarse solo.
Me he limitado a la dieta siete de Ohsawa y he permitido que mi cuerpo trabaje, no lo he saturado, excepto por las noches que a veces me entraba el hambre o la ansiedad o como se llame y me iba a la cocina y hacía algún disparate.
Lo malo de la cocina de mi casa es que, aparte de la comida que compro yo, casi todo basado en la macrobiótica, mis hijos se abastecen de vicios muy apetitosos, sobre todo por la noche, cuando parece que nadie me ve, ni siquiera yo.

El caso es que ya estoy mejor y tengo ganas de moverme.
Una cosa es estar en casa tranquila, ocupándome de mis asuntos porque me da la gana y otra muy distinta no tener fuerza ni para regar las plantas.


Carlos Alber me ha invitado a comer en el Marítimo y he estado muy a gusto con él.
Hacía tiempo que no le veía y le echaba de menos.
Carlos es un gran amigo con quien tengo mucha confianza.
Siempre se ha portado muy bien conmigo, sobre todo cuando estuve enferma, se portó como si fuera mi ángel de la guarda.
No sé qué hubiera sido de mí si no llega a estar él tan pendiente de mis necesidades.
Me hacía los recados y me llevaba a los médicos, me consiguió una silla de ruedas, me esperaba todo el tiempo que hiciera falta mientras me hacían radiografías o lo de la sangre en el tratamiento de los factores de crecimiento que era doloroso, muy caro y que no me sirvió para nada.

En aquella época discutíamos muchísimo.
Yo estaba irritable y le ponía nervioso y él a mi también.
Creo que ni siquiera con mi exmarido he discutido tanto.
Al rato ya nos habíamos olvidado y me preguntaba a ver si necesitaba algo.

También se ocupaba de mi coche, sabe mucho de coches.
Su padre era traumatólogo y él estudia medicina.
Dejó la carrera a la mitad y ahora la está terminando poco a poco.

En junio del año pasado, estando yo en Londres, me enteré de que le había dado un ictus.
Me llevé un susto morrocotudo.
Le llamé y me contestó con la voz gangosa pero conservando su buen humor y al comprobar que estaba vivo y que se recuperaría, me emocioné.
Me costaría vivir sin Carlos.

Ahora está estupendamente.
Habla bien, anda bien, tiene la cabeza perfecta y se cuida todo lo que puede.
Me encanta estar con él y ser testigo de su fortaleza.
Es un señor.

Quedan pocos.