martes, 23 de enero de 2018

DOS MIL VEINTICUATRO











Cuando me di cuenta de que realmente estaba enganchada a la heroína y que si dejaba de consumir me encontraba mal, me asusté.
Pero el susto no era suficiente para dejarlo, porque el malestar que sentía era brutal y sabiendo que, solamente con meterme más lo solucionaba y volvía a encontrarme en el cielo, mi voluntad flaqueaba.
Lo intenté muchas veces, pero mi enganche cada vez era más fuerte.
Además, estaba metida en un mundo en el que la tentación venía a mi casa.
Hay algo muy fuerte y contradictorio en ese mundo.
Cuando decidía parar, me quedaba en casa.
Me convencía a mi misma de que tenía que pasar una especie de gripe durante unos días, me quedaba en la cama, tomaba algunos fármacos y cuando ya empezaba a sentirme mejor, siempre aparecía alguien con la intención de invitarme.
La heroína es muy poderosa, es como un duende que posee poderes maléficos, se adueña de la persona y la conduce hasta el lugar donde está el dinero, el traficante y los toxicómanos y ese conjunto hace que el adicto se encuentre feliz, en el entorno que considera su casa.
Siempre encontraba dinero, allá donde estuviera.
Se trataba de abrir un cajón y aparecía un fajo de dólares o de pesetas.
Era milagroso.

Mi hijo Jaime estaba harto de que le desapareciera el dinero y lo cambiaba de sitio.
Se daba cuenta de que era yo la que le robaba, pero no le gustaban los bancos, prefería guardarlo en su cuarto.
Al comprobar que ya no había dinero en el lugar habitual, me asusté.
Se me complicaba la vida, pero el duende me dijo:

Tranquila, haz lo que yo te diga y lo encontrarás.
Ponte en el medio de la habitación y cierra los ojos.

Obedecí.

Al cabo de un ratito, abrí los ojos y me dirigí a un libro de la biblioteca de Jaime, que no era pequeña.
Siempre ha leído mucho.
Tanto es así que cuando en la casa donde vivimos ahora, le encargué al carpintero las baldas
para los libros de Jaime, me preguntó a ver si tenía la biblioteca de Alejandría.

Cogí un libro, lo abrí y allí estaba el botín.
Tener el dinero era el primer paso, luego tenía que enterarme de quien era el camello del momento.
Eso ya era cuestión de suerte.
En caso de que en Getxo no hubiera nadie, siempre podía ir a San Sebastián, en donde tenía un par de conocidos, que rara vez fallaban.

Uno de ellos vivía en Rentería, era famoso, tenía un mote que he olvidado.

En una ocasión en que fui a visitarle para comprar la mercancía, volví tan contenta, que al día siguiente fui a visitar a mi madre, que vivía en una casa al lado de la mía y estaba viendo el telediario mientras hacía punto.

Las dos estábamos calladas mirando la televisión y me quedé petrificada, tratando de disimular mi turbación, cuando dijeron que ETA había asesinado a (alias de aquel chico) por traficar con heroína.
Me impresionó ver su cadáver en las escaleras por donde yo había subido el día anterior.
Disimulé mi sorpresa y me fui a mi casa para digerir en qué mundo estaba metida.

Me asustaba, tenía momentos de lucidez, pero enseguida aparecía el duende haciendo sonar las campanas de la alegría, que me esperaba si seguía su recomendación.


Una vida infernal.






No hay comentarios:

Publicar un comentario