miércoles, 10 de enero de 2018

DOS MIL ONCE











Nunca me quejé en el colegio de tener que estudiar latín y griego, me encantaba y solía sacar buenas notas.
También me atraían los idiomas modernos y se daba por hecho, que mi educación iba a consistir, como la de mi hermana Maria Victoria, que me llevaba siete u ocho años, en que cuando terminara el bachillerato en el colegio de Santa Isabel de Madrid, donde estuve interna tres años, iría a Francia, luego a Inglaterra y después a Italia.
Pero los acontecimientos se presentaron de tal manera, que no fue posible realizar todo lo previsto.
Estuve en Burdeos donde fui muy feliz, aprendiendo el idioma y esa cultura tan sofisticada y literaria, que me cautivó desde el principio.
Pero he aquí que mi primo Isín Delclaux, que era amigo de Carlos Artiach, le calentó la cabeza, hablándole de una prima que vendría en verano y que estaba seguro de que le iba a gustar.
Yo nunca había salido con un chico y mi vida social se limitaba a algunos guateques, en los que casi no conocía a la gente y tenía que estar a la diez en casa.
A pesar de las dificultades, Carlos Artiach se las ingenió para que me enamorara de él.
Isín hacía de Celestina y mis padres, sabiendo que estaba con mi primo, me dejaban llegar a casa más tarde.
Incluso recuerdo que íbamos a Castro Urdiales, a unos bares oscuros a los que llamaban whiskys que
todavía no existían en Bilbao.
Allí se podía bailar y achuchar y esas cosas que hacen los enamorados, cuando no tienen casa.
En mi caso tampoco hubiéramos hecho nada aunque hubiéramos tenido casa, porque yo era católica practicante y casi todo era pecado.
O sea, que para hacer esas cosas teníamos que estar casados.

No sé si él estaba enamorado, o simplemente yo correspondía a la imagen que él se había hecho de la mujer con la que formaría una familia.
Carlos ya tenía todo su proyecto de vida planeado.
Se casaría nada más terminar la carrera con una chica joven, yo por ejemplo, que no supiera nada de la vida y él la moldearía para que fuera su perfecta compañera.
Me conquistó con todas las artimañas que había aprendido a lo largo de los casi seis años que me llevaba y me convenció para que me quedara en Bilbao y me casara con él lo antes posible.
A pesar de que a mis padres no les hizo ninguna gracia y de que a mi tampoco me atraía la idea de casarme, Carlos era muy insistente, era así como conseguía todo lo que quería y al final, me convenció.
La verdad es que estaba loca por él.

Ya casados, él dejó de usar su estratagema y sacó un lado egoísta que yo desconocía, por lo que le pregunté:

Carlos, te das cuenta de que me has engañado? 

Si, lo reconozco.

¿Por qué lo has hecho?

Porque si me hubiera dado a conocer, no te habrías casado conmigo.

¡Qué cosa más rara! 
pensé.
O sea, que me he casado con una persona a la que no conozco.

Me costaba dar crédito a que alguien engañara en un asunto tan íntimo como es un matrimonio.
No me cabía en la cabeza, pero era un hecho consumado con el que tenía que vivir.











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