domingo, 23 de abril de 2017

DOSCIENTOS CINCUENTA Y SEIS







Mientras desayunaba un perfecto desayuno macrobiótico, sopa de miso y papilla de arroz (una medida de arroz integral por siete de agua) con tamari y gomasio, he estado viendo en la televisión a algunos españoles que se han instalado en Tailandia y allí viven felices, lo cual no me extraña porque es un lugar paradisíaco.
Allí conocí por primera vez en mi vida el tan cacareado lujo oriental.
Tanto me enamoré de Tailandia que no quería volver a mi casa y eso que tenía tres hijos esperándome en Bilbao.
Claro que la culpa de eso no la tenía el lujo, sino la marihuana que compré al guía del autobús que cuando nos llevaba del aeropuerto al hotel, dijo lo siguiente:

Tailandia significa “tierra libre” (thai es libre y land, tierra), lo que quiere decir que aquí todo está permitido.
En esa época yo había probado el hachis y la idea de catar la famosa hierba tailandesa me apetecía muchísimo, así que al ver lo fácil que se ponía el asunto, a las pocas horas ya tenía mi paquete de mariahuana Thai.
Lo que nunca imaginé, es que la potencia de esa hierba era excesiva para una bilbainita que no había salido del cascarón.
Me pegó tal colocón que no podía levantarme de la cama.
Solo quería estar en mi cuarto y seguir en ese estado de bienestar el resto de mi vida.
Lo tenía muy claro y cuando me acordaba de mis hijos, me los quitaba de la cabeza porque lo único que quería era seguir allí, tumbada sin hacer nada y disfrutando de esa especie de nirvana, una experiencia nueva y desconocida para mi.

He vuelto a Tailandia en otras ocasiones y aquello quedó como una experiencia sin más en mi acelerada trayectoria vital.
Sigo pensando que Tailandia es un paraíso.

Creo que era Henri Michaux el que decía:

"Existen otros mundos pero están en este"

Estoy de acuerdo con él en casi todo.

Cuando mi exmarido acudió a mis padres para quejarse de que yo estaba loca porque fumaba cannabis, me llevaron a Ginebra para que me viera el psiquiatra Ajuriaguerra, que se suponía era el mejor de Europa y me aconsejó que dijera, como su amigo Henri Michaux, que lo que hacía era “experimentar”.
Me pareció una idea excelente, más que nada porque era la verdad.
Experimentaba otros estados de conciencia que son difíciles de lograr cuando te sientes atrapada en las redes de lo convencional.
Una vez que perdí el miedo y empecé a volar, ya no necesité drogas para sumergirme en el interior de mi misma, que es donde encuentro todos los paraísos diseñados especialmente para mi placer y esparcimiento.








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