martes, 25 de abril de 2017

DOSCIENTOS CINCUENTA Y OCHO






A medida que voy entrando en el terreno de la literatura con la guía del profesor de escritura,  disfruto de la lectura de una manera diferente.
Desde pequeña me gustaba leer y cuando estuve interna en Burdeos, me entusiasmé con los escritores franceses y aprendí a apreciar tanto la prosa como la poesía y el teatro, desde la importancia que dan los franceses a su lengua y a sus artistas.
Me imbuí del espíritu francés y desde entonces, ese amor y admiración por la cultura francesa no ha hecho más que crecer en mí.

Antes de ir a Francia, e incluso antes de que me llevaran interna a Madrid, ya tuve una experiencia importante en la que descubrí que los libros podían salvarme la vida.
Una amiga del colegio de la Vera Cruz de Bilbao, me invitó a pasar unos días del verano a su casa de Vitoria.
Hasta entonces, nunca había vivido en la casa de otras personas que no fueran de mi familia y tampoco sabía lo que era un verano en una ciudad que no tuviera mar, por lo que aparte de que el estilo de esa familia era diferente del de la mía, aunque fueran encantadores e hicieran todo lo que estaba en su mano para que yo me sintiera a gusto, no conseguía ser feliz.
Alguien tuvo la brillante idea de llevarme a la biblioteca pública y allí, en el silencio, entre libros y sin que el sol calentara mi cabeza, encontré la paz y el sosiego que tanto necesitaba.
Se suponía que no me quedaba más remedio que estar una semana.
Me habían educado de tal manera, que ni se me ocurría decir que quería irme a mi casa, habría cometido una falta de educación imperdonable, así que gracias a esa biblioteca no solo resolví el problema de esos días en Vitoria, sino que también aprendí que los libros son mis amigos, que siempre están ahí para hacerme compañía, para ayudarme, enseñarme, entretenerme.
Esté donde esté, si tengo un buen libro, no me importa lo que esté pasando a mi alrededor, todas mis necesidades están cubiertas.
Además, hay libros de todas clases, de todos los temas, de todos los idiomas, forman un mundo paralelo en el que se puede viajar a otros universos, en los que se encuentran amigos del alma que a pesar de haber vivido hace siglos, se sienten tan cercanos que producen un calor tan placentero como el de una fogata.
Así me sucede cada vez que leo un fragmento de un poema de Fray Luis de León.

Me siento próxima a él y a su manera de ver la vida, no me importa que él no esté, está su alma en sus libros que me acompañan allá donde vaya y me hacen saber que no estoy sola en este mundo.





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