sábado, 22 de abril de 2017

DOSCIENTOS CINCUENTA Y CINCO






Hablar con el soporte técnico de Apple es un auténtico placer, ya que suelen atender personas de habla hispano americano, lo que llaman latino, que tienen una educación exquisita y un español excelente, además de una paciencia ilimitada para los temas informáticos, en los que soy bastante torpe.
Parece mentira que algo que me resulta tan difícil cuando hablo con españoles estresados, al hacerlo con latinos se convierte en un auténtico placer.
Me recuerda a aquella diferencia entre el cielo y el infierno que me contó Manolo Eguiraun:

En el infierno, hay un gran puchero en la mitad con garbanzos y muchas gente alrededor.
Las personas que están ahí solo tienen un brazo que no pueden doblar, una cuchara y están hambrientas.
Cada vez que llenan la cuchara, al sacarla se les cae porque no pueden doblar el brazo y además salpican a otros, por lo que cada vez tienen más hambre, están de peor humor y todo es una pesadilla, es decir, un infierno.

En el cielo, por el contrario, aparentemente la situación es la misma:
El puchero sigue en el medio como en el infierno y los que están ahí solo tienen un brazo que no se dobla.
No obstante, se han organizado de tal manera, que con cuidado y paciencia, al sacar la cuchara llena de garbanzos deliciosos, la llevan a la boca del que está enfrente y sin caerle un gota, puede comer hasta saciarse.
Y así es todo en el cielo.

Esa es la gran diferencia entre el cielo y el infierno.
Me gustó tanto, entendí tan bien lo que esto significa, que por eso tengo tanto horror a ponerme de mal humor, porque sé que es ahí donde radica la diferencia.

Por eso me gusta tanto la gente latina, porque son educados, tranquilos, se toman su tiempo, tal vez demasiado para nosotros los europeos nerviosos, con prisas para llegar a ningún lado, vamos a la deriva como si fuéramos a perder el tren para ir a un lugar que ni siquiera sabemos donde está.

La primera vez que fui a Méjico DF me ponía nerviosa por lo lenta que me parecía la gente, pero no me atrevía a protestar.
Luego fui a Mérida, en el Yucatán y allí la gente es más lenta y cariñosa y me hice un poco amiga de alguien que quiso presentarme a toda su familia.
Todo iba tan lento que me puse nerviosa y el señor lo notó y me riñó.
Pasé un mal rato.
En realidad, era yo quien debía supeditarme a su ritmo, estaba en su casa y en su cultura.

Luego, ya en Los Ángeles, donde hay muchos mejicanos, me di cuenta de que si no fuera por ellos, a California le faltaría el alma.
Los mejicanos siempre están de buen humor, dispuestos a hacer una broma o un favor, aunque estén trabajando a pleno sol y se hayan levantado a las cuatro de la mañana.

Yendo a Tijuana en tranvía desde San Diego, oí lo que le contaba un mejicano a otro:

Casi ni conozco a mis hijos.
Llego a la casa a las diez de la noche y ya están dormidos y salgo a las seis de la mañana.
Trabajo todos los días, incluso los domingos.
Mi pobre mujercita se ocupa de todo y yo estoy contento, porque tengo trabajo y los señores son buenos conmigo, me encargo del jardín.

Pizca y yo nos miramos sin hacer comentarios.










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