jueves, 17 de mayo de 2018

DOS MIL DOSCIENTOS VEINTITRÉS







Son las 18:29 y me han pasado tantas cosas a lo largo del día que estoy cansada, con ganas de retirarme a mis aposentos y olvidarme del mundo.
De todo ha habido, desde contrariedades que he aceptado con cierta reticencia, hasta algo que me ha tocado el corazón.

Lo que me ha molestado un poco es que habiendo hecho una excursión maravillosa con mi amiga de Bercedo, la Rosa sin espinas de quien tanto he hablado y estando en un lugar de ensueño, en el que había un caserío inhabitado y muy antiguo, al que le hubiera podido sacar fotos por delante y por detrás, por arriba y por abajo y por dentro su pudiera, la cámara de mi iPhone ha decidido estropearse y por más que lo he intentado, no he sido capaz de conseguir que funcionara.

Hemos comido un buen menú del día, como era de suponer, en Boliña el viejo de Guernica, terminando con las clásicas tostadas de crema que son inmejorables.

Al llegar a casa me he encontrado con una llamada de mi hermano Javier que ha organizado una fiesta en su casa de Somosaguas, para todos los descendientes de Leonor Moyúa que era mi madre y yo escribí en el chat familiar, que no salgo de casa porque mi salud no me lo permite, lo cual le extraña porque su esposa está haciendo el mismo tratamiento que yo y se encuentra estupendamente.
Le he contestado que yo no estoy para fiestas y que solo salgo de casa para lo imprescindible, de hecho el seis de junio tengo que ir a Madrid para consulta con Álvarez de Mon.

Me gusta mi familia y me alegra verles, pero las fiestas de mucha gente me cansan, me aburren y ya no tengo ganas de hacer concesiones, he terminado el cupo.

En cambio me ha hecho muy feliz cuando me ha dicho que ha leído el libro que le regalé por su cumpleaños* y que le ha gustado también a Bruno, el marido de mi sobrina Inés, hasta tal punto que se lo ha comprado.
Esa noticia ha sido lo mejor del día.





*Cuando el desierto florece, de Prem Rawat.






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