sábado, 5 de mayo de 2018

DOS MIL DOSCIENTOS DOCE







No soy partidaria de la vida de familia tal y como se entiende, o mejor dicho se entendía, cuando yo tuve la mía propia.
Cuando vivía con mis padres, lo único que cada uno hacía cuando quería, era desayunar, pero la comida y la cena consistían en una ceremonia, en la que estábamos todos juntos.
Como nuestra casa de Bilbao era muy grande, tocaban una campana, aunque ya se sabía que la comida era a las dos y cuarto más o menos y la cena después de rezar el rosario, o sea a las diez.
A mi me parecía lo normal.
Cuando me casé, las cosas cambiaron porque mi exmarido trabajaba en Bilbao y se quedaba a comer en casa de su madre y yo no recuerdo lo que hacía, pero si sé que tenía mucha libertad.

Siendo los niños un poco mayores, tengo metida en mi alma una sensación de malestar que me hizo notar que yo no era como mis amigas.

Una noche, estábamos en nuestro cuarto, que era donde estaba la televisión, todos, Carlos, los niños y yo.

La imagen perfecta de una familia feliz.
Yo no me sentía a gusto en ese escenario.
Definitivamente no era lo mío.
Creo que no volví a repetirlo.

He vivido de muchas maneras, por ejemplo, sola sin hijos mientras esperaba el nacimiento del pequeño.
Para entonces ya estaba separada y los mayores vivían con su padre y su abuela.

Cuando nació el niño, vinieron los mayores, que estaban entusiasmados con el bebé del que son padrinos y luego se fueron a Estados Unidos para estudiar sus carreras y yo me quedé con el niño, que era encantador y supuso un verdadero placer vivir con él.

Mi exmarido se ocupaba de los estudios de los mayores y era estricto, pero la verdad es que no hacía falta decirles nada porque eran muy responsables.

En cambio, a mi no me gustaba que estudiaran tanto.
Beatriz se levantaba de madrugada para estudiar y por mucho que yo le dijera que no estudiara tanto, no me hacía caso, era terca.

Al pequeño siempre le dejé hacer lo que le diera la gana.

Yo confiaba.

Ahora es Doctor Cum Laude.







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