lunes, 19 de marzo de 2018

DOS MIL SETENTA Y SEIS







Al ver la enorme diferencia de lectores que tienen mis textos, me pregunto de qué dependerá que algunos días me lean más de trescientas personas, mientras que otros casi ni lleguen a los cien.

¿Tendré que rebuscar en el fondo de mi memoria, para acordarme de las conversaciones que mantenía con mi madre, que es uno de los temas que más éxito tiene?
No pienso forzarlo.
Ha quedado claro que mi relación con ella no era fluida, lo cual no significa que no nos quisiéramos, sino que nuestra caracteres eran tan parecidos que chocábamos y como ella, al ser mi madre, tenía la sartén por el mango, yo me callaba.
Además, mi madre era una persona que había tenido una vida muy dura.
Su madre, mi abuela Blanca Maiz, padeció un cáncer que la mantuvo en cama cuando sus hijos eran pequeños y fue mi madre quien se ocupó de llevar la casa, en cuanto terminó su internado en el colegio de la Asunción de Miracruz, San Sebastián.
Aprendió muy joven a organizar una casa de mucho trajín y pronto se enamoró y se casó con mi padre, que era hijo único rodeado de cinco hermanas que le mimaban, así como su madre que le adoraba.

Mi madre empezó a tener hijos y pronto murió mi abuela Blanca, por lo que se quedó huérfana y con un padre solitario.

Justo antes de que yo naciera, se quedó embarazada de trillizos.
Al llegar el momento de dar a luz, el doctor que le atendía, se puso muy serio y dijo que había que elegir entre la vida de la madre o la de los hijos.
Debido a que la familia de mi padre era muy católica, parece ser que dudaban.
Mi abuelo Leopoldo Moyúa, el padre de mi madre, no estaba dispuesta a perder a su hija, por lo que terminaron llamando al obispo.
Me contaba mi madre que, en su opinión, el obispo, al ver el panorama que se le presentaba a mi padre si se quedaba viudo con ocho hijos, decidió tomar la decisión de salvar a la madre.
Ya he apuntado en otras ocasiones que mi padre era un hombre encantador, pero aparte de La Bolsa, que era su trabajo, navegar, jugar al ajedrez, al bridge y sus hijos, de los que se ocupaba mi madre, no estaba capacitado para ocuparse de todo lo que requiere una casa.
Según mi madre, ni siquiera sabía donde estaba la cocina.
Era un niño mimado y se apoyaba en mi madre que era todo lo contrario:

La mujer fuerte del Evangelio.

Dado que había sido el obispo quien tomó la determinación de salvar a la madre, la familia Oraa no tuvo más remedio que aceptarla y cuando se marcharon cada uno a su casa, mi abuelo, el padre de mi madre, que no estaba nada contento con lo que había sucedido, les dijo al despedirse, en un tono que no admitía réplica:

Espero que os portéis bien con mi hija Leonor porque si no está contenta, me la llevo a mi casa.

A partir de ahí parece ser que las cosas cambiaron y la familia de mi padre,
empezó a tratar a mi madre con más cariño y más respeto.








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