domingo, 18 de marzo de 2018

DOS MIL SETENTA Y CINCO







El libro que me estaba interesando tanto, La vida de Montaige, de Sara Bakewell, me ha llevado a tener unas ganas locas de leer directamente los Ensayos.
Algo tendrán que todos los escritores se fijan en ellos.
Intenté leerlos cuando empecé la clase de escritura hace cuatro años y el profesor, Iñigo Larroque me los recomendó, pero en vez de comprar el libro, lo pedí en el Kindle y he comprendido que me resulta demasiado aséptico leer un libro en un aparato mecánico.
Necesito tocar el papel, pasar las hojas, mantenerlo en mis manos y todas esas sensaciones que produce leer un buen libro.
Así que ya solo me queda preguntar a Íñigo qué traducción me recomienda, conseguirlo y empezar a disfrutar.
Agradezco a mi compañera de clase, Carmen, que haya puesto en mis manos la vida de Montaigne, porque me ha llevado a él directamente.

Al principio me entusiasmé pero ahora, que estoy en la mitad, han empezado a mezclar a Montaigne con Descartes y Pascal y ha dejado de interesarme.
Me gusta Montaige y quiero saber lo que cuenta.



Ayer empecé a ver una película española tras la que iba desde hace tiempo, porque tiene buenas críticas y porque trata de escritores.
Empecé a verla con interés.
Se llama El Autor, pero antes de llegar a la mitad, empecé a notar cierto desasosiego, debido a  las malas artes que empezó a utilizar el aspirante a escritor y me sentí incómoda.

He notado en otras películas sobre escritores, que algunos que deciden escribir, son incapaces de encontrar su propia voz y están dispuestos a hacer toda clase de artimañas, para poder publicar un libro que no han escrito.

Me resultó tan desagradable, que preferí dejar la película y dedicarme a seguir trabajando en otros temas.

Me han copiado bastante a lo largo de la vida, porque mis cuadros parecen fáciles, pero a la hora de la verdad se nota que no son auténticos, mi manera de pintar tiene truco, es mi modo y al final se nota.

Hace algunos años un amigo me comentó que había visto una copia de un cuadro mío de las sillas de Brighton, en un escaparate de una tienda que está al lado de la plaza de Moyua de Bilbao y fui corriendo a verlo.
Me quedé de piedra.
En mitad del escaparate, como la pieza más importante, estaba un cuadro muy parecido al mío, aunque se notaba que no era mío.
Entré en la tienda a pedir explicaciones y la empleada me dijo que ella no sabía nada, que alguien lo había llevado y que lo sentía mucho.

Me pidió mi nombre y mi teléfono y al cabo de media hora me llamó una persona con voz de hombre, me pidió disculpas con humildad y así terminó el asunto.







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