miércoles, 3 de mayo de 2017

DOSCIENTAS SESENTA Y SEIS







Ayer hice una de esas cosas que me cuestan bastante más de lo habitual.
Tuve que ir a la gestoría para la declaración de la renta.
Tenía mal recuerdo del año pasado porque tuve que dar más vueltas que un tiovivo, pero milagrosamente llevé todos los papeles y terminé en menos de una hora.
Salí tan satisfecha y con tanta vitalidad, que después de merendar en la encantadora cafetería de Algorta “Très bien”, me fui a Artea y allí hice recados.
Asuntos pendientes desde hace tiempo que trato de evitarlos porque tengo la sensación de que me puedo aburrir y cansar.
No obstante, todo lo que hice me resultó placentero.

Tengo la sensación de que la primavera me ha revitalecido y me han entrado las ganas de salir, de ir a Bilbao, al cine, al campo, todos esos planes que en invierno no me atraen.

Casi todas las cosas que me dan miedo, cuando las afronto me doy cuenta de que no eran para tanto.

Hace tiempo me pusieron una multa en Hacienda y me entró tanto miedo que fui al psiquiatra y me recetó un antidepresivo.
El solo hecho de tener la receta me tranquilizó y me atreví a ir a la oficina.
Era un cosa sin importancia y me dejaron pagarla a plazos como si fuera lo más normal del mundo.
Los asuntos de dinero, de multas, de policía y los certificados que llegan a casa me dan miedo.

Tengo la conciencia tranquila, sé que no tengo motivos para que me pase nada, porque incluso para aparcar soy meticulosa, no me gustan los problemas con la justicia.

Lo que me gusta por encima de todo es la tranquilidad, que nada me perturbe.
Cuando siento agresividad en el trato con las personas, tengo que dominarme, poco a poco lo voy consiguiendo.

He aprendido a no tomar como algo personal lo que me dicen.
A veces, si una persona está disgustada o nerviosa, puede arremeter con quien no se lo merece y es mejor coger distancia.

Luego pasa el tiempo y todo vuelve a la normalidad.
Insisto: Todo menos perder la paz interior.







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