lunes, 23 de marzo de 2020

TRES MIL SESENTA Y SIETE











He pasado una tarde estupenda viendo El concierto. 
Es un auténtico disparate pero me ha distraído y entretenido.
Entre la música y el cine, se me pasan las horas sin acordarme del motivo que me tiene retenida en casa.
He recordado que cuando era una chica joven y vivía en casa de mis padres, al lado de mi habitación había un cuarto de estar al que llamábamos gabinete en el que había un piano que tocaban mi padre y mi hermano Gabriel y también un tocadiscos en el que mi hermano Fernando ponía música de Tchaikovsky y me decía que le gustaría morirse escuchando la Sinfonía nº 5, en mi menor, op. 64, creo.
A lo mejor me hablaba de otro concierto pero de lo que estoy segura es de que hablaba de Tchaikovsky que se me metió en mi alma y todavía sigue escondido en algún lugar recóndito.
La música clásica me encanta y me da mucha paz.
Recuerdo que durante una temporada en la que salía mucho por la noche, en vez de ir a los bares convencionales en donde ponían música pop o rock, yo iba a una taberna de Sestao que se llamaba William Blake, El matrimonio entre el cielo y el infierno, donde solo ponían música clásica y me di cuanta de que dormía mucho mejor y por las mañanas me encontraba más descansada.
En aquella taberna me enamoré de Bach que era más difícil que lo que yo había escuchado de joven, no obstante Los conciertos de Brandenburgo me fascinaron y aprendía que me alegraran la vida.

















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