miércoles, 12 de septiembre de 2018

DOS MIL QUINIENTOS CINCO.








He pasado un día tan raro tan raro, que casi me voy a la cama sin escribir mi diario.
Lo he intentado en varias ocasiones e incluso una de las veces casi lo doy por terminado pero algo en mí sabía que no estaba bien, no irradiaba plenitud, por lo que no lo he publicado.
Inmediatamente me ha venido a la cabeza algo que Iñigo Larroque, mi profesor de escritura, dice de vez en cuando:

Cada vez que escribas intenta hacerlo lo mejor que seas capaz. 

He recapacitado y lo he tirado a la papelera, porque lo que había escrito era una vulgaridad como para salir del paso del compromiso que tengo conmigo misma, pero mi bienestar estético es más importante que todos mis convenios, así que lo he dejado.


Justo cuando iba a cerrar el ordenador, he leído un artículo de Juan Villoro que se ha presentado ante mi como el ángel salvador.
Decía que los artistas somos una especie de convalecientes que tenemos fisuras, torpezas, debilidades, nunca seremos capaces de hacer algo perfecto.
El virtuosismo no es la meta a alcanzar.
Cada uno tiene algo que le caracteriza y le hace diferente a los demás.
Eso es lo que crea estilo.

Habla de Tomas Mann y de “La montaña Mágica” libro que me cautivó y añade:

En La montaña mágica, los médicos buscan el "silbido en el neumotórax". 
En el hospital literario, cada silbido lleva una melodía distinta.
(sic)

Estoy emocionada, una vez más me he curado gracias a la literatura.









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