domingo, 3 de junio de 2018

DOS MIL DOSCIENTOS TREINTA Y NUEVE








Revisando a Tomás Moro, personaje histórico que siempre me ha llamado la atención por el libro Utopía y su amistad con Erasmo de Rotterdam, a quien he admirado por su rechazo al autoritarismo y las instituciones, encontré una frase que me encantó y que espero no olvidar el resto de mi vida:

“Felices los que saben reírse de sí mismos, porque nunca terminarán de divertirse.”

¿Acaso hay algo más práctico que este sabio consejo?
Yo tengo bastante facilidad para reírme de mí misma cuando no me tomo en serio, pero a veces me olvido.
Recuerdo que cuando estudiaba Bellas Artes tenía fama de reírme de mi propia sombra, pero ahora no sé si sigo haciéndolo, no tengo a nadie para que me lo recuerde.

En mi caso es necesario tenerlo presente porque me equivoco a menudo y soy bastante torpe, por lo que me conviene no darme demasiada importancia y recordar a Tomás Moro y su sabiduría.

Poseo una especie de don para meter la pata.
Hablo antes de pensar, no me controlo y soy capaz de decir auténticos disparates.
Luego me quedo incómoda.
Menos mal que la vida sigue su curso y a las palabras se las lleva el viento, más me disgusta herir a la gente con una de esas frases a las que yo no doy importancia, pero los demás, sí.











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