viernes, 3 de julio de 2020

CUATRO MIL CINCUENTA Y SIETE










Hoy por fin he ido al bosque.
Ha sido como refrescarme entera.
Mucho más efectivo que un baño en el mar aunque también hace tiempo que no lo hago, pero respirar el aire puro del bosque, escuchar el silencio solo roto por el canto de los pájaros y el murmullo de un riachuelo cercano, han logrado algo parecido a una purificación en mi cabeza sobre todo, como si me hubieran barrido las telarañas que tenía incrustadas.
Ha sido un efecto tan beneficioso que me pregunto por qué no voy más a menudo.
Dorita Castresana, mi amiga macrobiótica que ya se fue, me contó que hay ciertas cosas que son para momentos especiales, excepcionales y he recordado que cuando yo vivía en un caserío de Guipuzcoa en pleno monte era muy feliz al principio pero luego, cuando volvía a mi casa de Las Arenas era más feliz todavía porque me gusta la vida fácil de la civilización.
Me gusta tener lavadora, secadora, calefacción, ventiladores, personas que arreglen lo que se estropea y todo lo que ofrece la vida en un piso del que casi no me tengo que ocupar.
Ni siquiera me gustaría vivir en una casa con jardín y tener que estar pendiente de que todo funcione, prefiero estar delante del ordenador.
He simplificado mi vida hasta extremos en que lo que necesito es poco, fácil y concreto.
No obstante el paseo por el bosque de vez en cuando lo considero imprescindible.
La verdad es que tenía ganas de ver a Quador, un caballo con quien tenía una relación especial pero grande ha sido mi sorpresa al ver que no estaba en su cuadra, me han dicho que sus dueños lo han cambiado de sitio.
Así que no me he fijado en los demás, estaban nerviosos porque les estaban dando la comida, he tenido la idea de adentrarme en el bosque a pesar de que mi coche no es apropiado para esos menesteres y sin embargo me he arriesgado y ha sido un acierto.









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