lunes, 30 de julio de 2018

DOS MIL DOSCIENTOS NOVENTA Y TRES








Ha cambiado el ritmo de mi vida.
He llevado a los alemanes al aeropuerto.
He sentido la misma cantidad de pena que de alegría.
Hemos pasado juntos unos días maravillosos en los que casi todo ha sido armonía y cariño.
De vuelta a casa me encuentro con el silencio, el orden y mis ganas de descansar.
Todo en su sitio.

Ayer tuvimos una cenita de despedida a la que invité a Manolo mi sobrino que, a demás de ser el hijo de mi hermano Jose, el pequeño, con quien yo tenía una relación especial, le considero un buen amigo con el que me entiendo estupendamente bien.
Estaba inspirado y nos reímos a lo grande.

Mattin hizo los honores como buen chef que es y yo puse la mesa, que también tiene su mérito.
Bebimos chacolí del moderno que desde que Mattin lo ha conocido, no quiere otra cosa.
No era tan bueno como el de la bodega de Gorka Izagirre pero estaba estupendo.


Al llegar al aeropuerto de Calatrava, hemos comprobado que todo estaba abarrotado de taxis parados en manifestación, apoyando a los de Barcelona.
¡Qué espectáculo!

Menos mal que a mi ya se me han quitado las ganas de salir de casa porque si todavía quisiera depender de los aviones y los taxis para pasar unas buenas vacaciones, lo tendría difícil.
Tengo suerte de que me guste tanto estar en casita.









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