domingo, 8 de julio de 2018

DOS MIL DOSCIENTOS SETENTA Y UNO







Desde que murió mi madre, se nota que mi familia ha empezado a convertirse en lo que en Alemania llaman Patchwork Familien.

Antes, todos se casaban más o menos y presentaban a las familias y mi madre les regalaba una cubertería de plata que no se podía meter en el lavavajillas y nadie excepto yo, se separaba, hasta que empezaron a anularse y volverse a casar y eso también le parecía bien a mi madre, porque la iglesia católica lo aceptaba encantada, siempre que se pagara un millón de pesetas.
Así, podías casarte por la iglesia todas las veces que fuera necesario sin estar en pecado mortal.

Ahora cada uno hace lo que considera conveniente, se casan, se separan, se vuelven a juntar, tienen hijos con mujeres que a su vez han tenido hijos y así todos están contentos, por lo menos es lo que aparentan.

Yo estoy encantada de haber llegado a los setenta y dos años sin haberme complicado demasiado la existencia, o por lo menos, habiendo parado de hacerlo en cuanto cumplí cincuenta años, y me di cuanto de que la mayoría de mis conflictos y alteraciones, venían de las relaciones amorosas, por lo que dije:

¡BASTA YA! ¡HASTA AQUÍ HEMOS LLEGADO!

Desde entonces mi vida se desliza en un océano de serenidad.
Solamente tuve que hacer un esfuerzo la primera vez que me enamorisqué de un irlandés que vivía en Ipswich, Queensland, Australia, vecino de los amigos en donde yo me hospedaba.
Una amiga de Madrid, Piedy, que le conoció le llamaba el marqués de Jolaseta.

Me gustaba bastante y parecía que yo a él también, por lo que en cuanto me di cuenta de que corría peligro, desparecí, dejé de aceptar los planes que me proponía, me encerraba en mi cuarto y se acabó lo que se daba.

Un poco de fuerza de voluntad y hasta hoy.

El primer paso es el que más cuesta.









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