lunes, 8 de abril de 2019

DOS MIL SETECIENTOS CUARENTA Y TRES








Leer a Michel Houellebecq ejerce en mi una fascinación que no tiene parangón.
Termino Seratonina con pena, porque sé que será difícil entrar en otro autor que me mantenga en un estado de actualidad como lo hace Houellebecq.
Solo escribir ese apellido tan rebuscado me divierte.
Lo que Houellebecq trasmite es inteligencia, modernidad, audacia, buena escritura, información profética y su más que excelente dominio del francés, hasta tal punto que se instaló en Irlanda para huir de las molestias de la fama en París y tuvo que volver porque no soportaba vivir en un idioma que no fuera el suyo. 
Me pregunto si echaba de menos el francés por francés o por suyo.

Me encuentro con Jaime en la cocina y comentamos el libro.
Él lo había leído hace tiempo.
Jaime es economista lo cual le ayuda a encontrar en Seratonina asuntos que yo leo de manera diferente, como los de la agricultura que yo interpreto desde mi aversión a los lácteos.
A mi entender, Seratonina refleja el mundo actual encaminado al incierto futuro que llega.
La depresión, el suicido, el materialismo, el descontento general, la incapacidad de la clase política, la incompetencia de la medicina alopática para curar con fármacos las enfermedades del alma y así hasta el infinito.
El final del libro me dejó en un estado de desesperanza que remonté con mis propios recursos, agradeciendo que exista un escritor capaz de reflejar lo verdad de mi entorno.
Tenía que ser francés.

A Jaime todavía le falta ver las películas de Houellebecq que son un complemento imprescindible para entender su extrema lucidez.

Recuerdo lo que me contó una chica a la que conocí en Desencuentros, Arte Leku, San Sebastián, hace años, que hacía su tesis doctoral sobre Leopoldo Panero, del que lo único que era capaz de decir para describirle, es que tenía “sobredosis de inteligencia”.









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