jueves, 11 de abril de 2019

DOS MIL SETECIENTOS CUARENTA Y SEIS








Debido a mis problemas de rodilla, he reducido mi vida a Getxo, me resulta cómodo, no me canso y sé donde puedo encontrar lo que necesito.
No obstante a veces no me queda más remedio que ir a Bilbao, no solo para ir a los museos o a los cines sino para algo especial, que solo se puede encontrar en un sitio concreto.
Eso es lo que me ha sucedido hoy y me he alegrado porque he recordado que la ciudad tiene un encanto diferente al municipio que habito.
No he andado mucho, solo he ido desde el parking del Ensanche hasta El Corte Inglés y en ese recorrido que aparenta ser mínimo, he tenido más sensaciones que las que me produce Artea, el centro comercial en donde poco a poco he ido simplificando mi vida.
He pasado por la calle Astarloa, delante de las famosas Pescaderías Vascas, he recordado que en su día las llamaban Joyerías Vascas, debido al alto precio del pescado que ofrecen.
En la calle Ledesma me ha gustado ver la alegría de las terrazas repletas de gente y he
pensado que algún día tendré que ir al bar El Puertito para ponerme morada de ostras. 
Cuando lo abrieron, un día me senté en la barra y el que abría las ostras, mientras hacía su trabajo me iba hablando de ese molusco bivalvo que tanto le gustaba a Oteiza. 
En la Gran Vía he sentido la tentación de entrar en Mango y con gran sorpresa he visto ropa que podía apetecerme. No esperaba gran cosa porque el Mango de Artea me horroriza.

He hecho lo que tenía que hacer y he vuelto a casa con una alegre sensación del deber cumplido sin haber caído en la tentación de entrar en un bar y romper mis buenos propósitos de comer solamente lo que me conviene.

Un brindis por la fuerza de voluntad.















No hay comentarios:

Publicar un comentario