miércoles, 7 de febrero de 2018

DOS MIL TREINTA Y NUEVE








Sigo pensando en “El hielo invisible”.
Me impresionó tanto, que todavía no he podido dejar de darle vueltas.
Me sorprendió que alguien fuera capaz de hacer una película tan compleja, inteligente y de una estética a la que no estoy acostumbrada.
Solo puedo decir que es la mejor película que he visto en mucho tiempo.

He tenido varias relaciones con artistas y conozco esos egos imposibles.
Reconozco que los hombres creativos tienen algo especial en su manera de vivir, que tratan de aplicar a todas sus actividades, probablemente será esa búsqueda de la excelencia que rara vez alcanzan, que les hace tener un carácter difícil, como el protagonista de la película.

Cuando se dejan perturbar por algo o alguien a quien pueden responsabilizar, se ponen insoportables y cuando de dan cuenta de que se han dejado llevar por el genio, les molesta más todavía, por lo que al final se pueden volver locos.

Los artistas con los que yo me he relacionado eran atractivos y al principio me encantaban, pero al final me cansaba.
La verdad es que también me cansaba de los que no eran artistas.
Me cansaba de todo.

Considero que el amor de pareja es como un globo que se empieza a hinchar y llega un momento en que, o bien se le sale el aire poco a poco por un agujerito pequeño o se pincha sin más.

Cuando me casé con Carlos Artiach, no solo estaba loca por él, sino que además era tan ingenua que daba por hecho que sería para toda la vida y que tendría que dar mi brazo a torcer en muchas ocasiones.
Me lo dijo mi madre.
También me dijo que a los hombres se les conquista por el estómago, ante lo cual preferí no pensar demasiado.

Nada de lo que requiere un matrimonio era mi fuerte, excepto las ganas que tenía de meterme en la cama con mi marido.
En realidad eso era la disculpa que me hacía ver que todo era maravilloso.
La idea de tener mi propia casa también me gustaba y disponer de más dinero y libertad que en casa de mis padres.
De hecho, conseguí las tres cosas.

Hace poco mi hija Beatriz cumplió cincuenta años y organizó una fiesta en el Marítimo a la que invitó a mucha gente.
Allí me encontré con mi prima Begoña Moyua, a quien hacía tiempo que no veía y me contó que se acordaba de la fiesta que dieron mis padres en el Marítimo también, el día anterior a mi boda y que estuvimos hablando y yo estaba muy contenta y le dije:

Mi madre no me vuelve a ver el pelo.

Supongo que no lo inventó.
Begoña es hija del único hermano varón de mi madre.
Nunca se han llevado bien del todo, pero se trataban como familia que eran.
A veces le invitaba a comer con su esposa y en esas comidas siempre estábamos sus hijos.
Begoña me dijo que su padre, el tío Leopoldo, cuando hablaba de mi madre le llamaba “La leona”.

La vida me ha hecho darme cuenta de que cada vida es una experiencia individual y aunque todos somos muy parecidos, hay matices, muchos matices que se pueden analizar y se van descubriendo secretos que teníamos escondidos en el fondo de nuestros corazones.

Nos emocionamos y somos capaces de dar la vuelta a nuestro recuerdos y nos damos cuenta de que todo lo que hacíamos era para encontrar amor.
No solo el amor de pareja, sino el Amor del que está hecha la vida.










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