sábado, 3 de febrero de 2018

DOS MIL TREINTA Y CINCO







En general prefiero escribir en silencio, no obstante ahora estoy escuchando La Patética de Tchaikovsky, porque la vecina de arriba está practicando con su piano y me distrae.
He elegido la Patética por dos razones:
La primera, porque ayer hubo un concierto de la Patética en el Euskalduna de Bilbao y lo han estado anunciando por la radio, lo cual me ha llevado a la segunda:

Cuando vivía en casa de mis padres, en Mazarredo, yo tenía una cuarto con mi cuartito de baño en la parte noble de la casa, es decir en la zona donde estaban los salones y donde los balcones y el mirador daban a la calle.
El resto de la casa se metía hacia dentro y era muy larga, todas las habitaciones daban a patios en los que solía haber gatos.
Pues bien, al lado de mi cuarto estaba lo que llaman el cuarto de estar, que en nuestra casa se decía el gabinete, allí estaba el piano, el tocadiscos, al que llamábamos "pick up", la chimenea, una vitrina con las copas que mi padre ganaba jugando al ajedrez en la Bilbaína y más tarde, la televisión.
Mi padre tocaba el piano y me gustaba escucharle.
También mi hermano Gabriel.
Y yo tocaba la pianola.
Mi hermano Fernando decía que le gustaría ser director de orquesta y solía escuchar el concierto nª 1 de Tchaikovsky para piano y orquesta en si bemol, opus 23, haciendo como que lo dirigía y decía que le gustaría morirse escuchándolo.

Por esos motivos, Tchaikovsky me emociona de una manera especial.
Tal vez no me guste tanto como Mahler o Rachmaninov, pero tiene la capacidad de llevarme a mi infancia, cuando vivía con todos mis hermanos y mis padres en aquella casa tan grande, llena de misterios y recovecos y sobre todo, antes de que muriera mi hermano Carlos y mi madre siempre estaba contenta.

Era una casa muy grande donde siempre había invitados, tanto familiares como amigos y se daban muchas fiestas.

Luego pasó lo de Carlos y mi madre cambió.
Una sombra de tristeza se apoderó de la casa y de las personas que la habitaban.
Para mi fue algo nuevo.
Hasta entonces no había sabido lo que era el dolor.

Mi padre hacía todo lo que podía para que mi madre recobrara la alegría y solían ir a Biarritz los fines de semana.
Poco a poco mi madre se fue recuperando, creo que se puso una coraza para no volver a sentir.
Tal vez intuyera que todavía iba a perder dos hijos, antes de morirse ella misma.











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