jueves, 8 de febrero de 2018

DOS MIL CUARENTA







No solo aprendo a escribir y a leer en la clase de Literatura, sino que a través de los textos de mis compañeros, me entero de muchas cosas que desconozco.
Por ejemplo, el martes pasado, Itziar, una chica de Algorta de toda la vida, contó sin omitir detalle, cómo en el año 1956, aconteció algo que relacioné con la multiplicación de los panes y los peces, de lo que tanto se habla en el Evangelio.

Ella lo contó  desde su perspectiva vivida in situ y yo lo corroboré de una manera más técnica, en internet.

Parece ser que un gran banco de anchoas se sintieron acosadas por unos tollinos que las perseguían y llegaron al puerto viejo y a la playa de Ereaga al amanecer.
La gente salió entusiasmada a recoger todas las que pudieron, e incluso se llegaron a contar más de cuarenta embarcaciones que, a pesar de coger todas las anchoas que les cabían, no tuvieron más remedio que dejar la playa llena de esos pececitos plateados que tanto nos gustan.

No pongo en duda que gracias a ese maná que vino del mar en lugar del cielo, aprenderían diferentes maneras de conservar lo que las sardineras gritaban, paseando por las calles de Santurce:

¡A la rica anchoa!
¡Anchoa freskue!
¡Quien compra!

En aquella época yo tenía diez años y aunque veraneaba en Santurce, lo de las anchoas sucedió en octubre por lo que ya estábamos en Bilbao y no recuerdo nada.

Pero de las sardineras me acuerdo perfectamente, cuando pasaban por delante de nuestras casa con la falda remangada como dice la canción y la cesta en la cabeza.
Eran muy simpáticas y alegres y no tenían pereza para seguir adelante hasta Portugalete.

Cuando me casé, el piso que me habían regalado mis padres, estaba ocupado por unos inquilinos y a pesar de que la madre de Carlos que se había quedado viuda hacía poco y tenía una casa muy grande en Bertendona, pleno centro de Bilbao, nos ofreció vivir con ella hasta que dejaran libre nuestra casa, yo quería tener una casa para nosotros solos y nos dejaron vivir en el piso de los porteros de la casa de Algorta, que estaba libre.
Acepté encantada, sin darme cuenta de que era una casita muy húmeda y de que yo no estaba preparada para llevar una casa, ya que había estado interna cuatro años y nunca me había fijado en lo que supone vivir sin servicio.
En la casa de Mazarredo, la de mis padres, yo no tenía que hacer nada excepto tocar un timbre para pedir lo que quería y en la casa de Maria Luz, la madre de Carlos, más o menos lo mismo.

Me empeñé en ir a la casita de los porteros y la puse en un santiamén con los regalos de la boda.
En cuanto se presentó la ocasión de cocinar, llamé a mi madre para pedirle sopitas y me mandó a una chica que había estado muchos años en su casa y ahora estaba casada, por lo que empezó a venir todos los días y solucionó mis problemas.
Así yo me iba tranquilamente a Bilbao para poder tomar clases de pintura con García Ergüin en un estudio que compartíamos Isabel Alcalá Galiano, Luz Ibarra y yo, en donde aprendíamos mucho y éramos muy felices.

Una mañana de verano oí el grito de una sardinera y salí en bata y zapatillas, como había visto hacerlo a la gente de Santurce.
Compré lo que me ofrecieron y me metí en mi casa.

Más tarde me enteré de que lo habían comentado. porque por lo visto eso no se estilaba en esa zona de Getxo.

Tendré que aprender a vivir como se vive aquí.
Y así, poco a poco, aprendí a vivir en un pueblo en el que no había nada de lo que yo estaba acostumbrada, por lo que seguí yendo a Bilbao todos los días hasta que llegó el verano.






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