martes, 20 de febrero de 2018

DOS MIL CINCUENTA Y DOS







Me pregunto qué se puede hacer cuando se pierde la memoria.
Yo noto que a veces, muchas veces, me olvido de los nombres de personas a las que conozco bastante y eso no es demasiado grave, simplemente puedo decir la verdad y preguntar una y otra vez, a riesgo de resultar pesada.
Casi todas las personas mayores somos pesadas, antes o después, es parte del juego.
El problema es cuando me olvido de todos los códigos secretos.
Ya me he dado cuenta de que no los encuentro cuando solo los guardo en la cabeza, así que ahora los escribo en un papel, los meto en un sobre y los escondo en un lugar reservado, que no es otro que el primer cajón del chifonier, debajo de mi ropa interior.
Por lo menos sé que ahí están a buen recaudo, porque en mi cuarto solo entra Norma, la chica boliviana de quien me fío a pie juntillas, no solo porque antes de venir a mi casa ya había estado en casa de una señora a la que yo conozco, sino porque además, pertenece a una iglesia en la que está entusiasmada, hasta tal punto que cuando su niño está enfermo, ella le cura con oraciones.

Para mi sería horroroso vivir con personas de las que no me fiara, porque me gusta dejar el bolso en el salón y si saco dinero del banco también lo dejo encima de la mesa, sería espantoso tener que estar pendiente de guardar mis cosas en una caja fuerte.
No tengo joyas.
Solo me interesan los dispositivos de Apple.
No creo que nadie vaya a robarme el ordenador, aunque en la otra casa, que era una planta baja, robaron el de mis hijos.

Cuando era heroinómana yo robaba dinero siempre que podía, no me quedaba otro remedio.
No asaltaba bancos, no llegaba a ese extremo, pero metía la mano en algún bolso y si encontraba dos mil pesetas, me salvaban el día.
Solo sentía alegría.
Hoy en día me moriría de vergüenza si hiciera algo parecido.

Doy gracias al cielo por haber salido de esa pesadilla.

No sé por qué tomé ese camino, no me lo explico, tal vez tuvo relación con la muerte de mi hijo Carlos, no lo sé.
Charo Alemany, terapeuta del alma, que vive en Berango y me hizo varios tratamientos, me dijo que incluso el suicido estaría justificado en mi caso.
Insistió en que me perdonara, que por nada del mundo me sintiera culpable.

Eso es lo que hago, no voy a amargarme la vida por algo que hice hace cuarenta años.

He recuperado el juicio.






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