martes, 15 de septiembre de 2020

CUATRO MIL CIENTO QUINCE










Estoy tan enamorada de las palabra, que me he emocionado casi hasta las lágrimas al leer el Manifiesto poético de Dylan Thomas.
Me he sentido identificada y he agradecido a la vida que me haya obsequiado con esta pasión desbordante por la Escritura, que nada tiene que envidiar a la que tenía con la Pintura desde la infancia.
Antes de que se me rompiera la pierna ya me iba dando cuenta de que las criticas sobre mi trabajo no eran suficientes.
Tenía la humilde percepción de un amante que no es correspondido en la misma medida.
Aún así insistí e insistí.
Recuerdo que antes de irme a Los Ángeles me dedicaba a pintar rayas, solo rayas azules y blancas, grandes y pequeñas y tan obsesionada estaba con las rayas, no olvidemos que ya llevaba años pintando los toldos de las playas de Ondarreta y Zarauz, que más tarde derivaron en abstracciones por lo que no es de extrañar que siguiera con ese tema que, incluso hoy en día, acapara mi atención.
Me fui a Deauville, llevaba tiempo queriendo experimentar lo que esos toldos redondos como los de Biarritz provocaban en mí y a pesar de que reconozco que me entusiasmaron y que saqué muchas fotos, nunca los pinté, no eran de rayas sino de colores planos.
Ahora que vivo sumida en palabras, pocas pero estudiadas, disfruto aprendiendo el significado de una tilde diacrítica, no echo de menos lo que el estudio del constructivismo ruso suscitó en mí, ni la alegría que me producían mis inauguraciones.
También me gustaba escribir manifiestos como el de Dylan Thomas cada vez que cambiaba el tema de mi trabajo, ese era mi contacto principal con la escritura y asimismo cuando empecé a hacer blogs y escribía metatextos para explicar una foto.
Ahora soy feliz con todo lo que está relacionado con la palabra, aunque reconozco que sufro cada vez que alguien transgrede las normas gramaticales, lo cual ocurre a menudo.

















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