martes, 7 de abril de 2020

TRES MIL OCHENTA Y DOS










Debido a la leucemia llevo casi un año sin permitir que le gente se acerque a mi demasiado porque tengo las defensas bajas, de hecho, al principio cuando estaba aislada en el hospital, las personas que entraban a mi cuarto, tanto sanitarios como visitantes, tenían que ponerse una mascarilla.
Solo una persona cada vez, a poder ser familiares, o sea que si venía mi hermano con su esposa, uno de los dos tenía que quedarse en una sala especifica para ese fin.
Más tarde, cuando volví a casa, no podían darme besos ni siquiera mis hijos y tampoco era conveniente que viniera gente a casa, porque yo corría el peligro de tener una infección y eso podía ser fatal.
Resumiendo, me acostumbré a guardar las distancias con las personas, lo cual me resultó fácil porque estaba débil y me cansaba en seguida.
Así que cuando llegó el confinamiento no tuve casi que cambiar mi vida, salía muy poco a la calle.
He contado todo esto para llegar al momento en el que me encuentro ahora.
Estoy en casa, cuidada y atendida por mis hijos mayores, que solo pueden estar conmigo manteniendo la distancia.
Casi no conversamos excepto lo imprescindible.
No echo de menos los besos ni los abrazos ni las distancias cortas.
Vengo de una familia en la que no hemos sido demasiado cariñosos en ese sentido, por lo que me gusta la idea de que las personas no se me acerquen demasiado.
No me disgusta la idea de que al terminar la fase que estamos atravesando, sigamos respetando el espacio de los demás.
Tal vez el estilo japonés me pueda resultar excesivo porque ellos de verdad respetan las auras, no obstante el saludo indio de juntar las manos, me encanta.
No me gusta que me toquen.
Por ejemplo, me molesta bastante que me den un golpecito en el brazo cuando me cuentan algo y quieren que preste atención.
Me disgustan los besos de cumplido, sin ton ni son, deprisa y corriendo, poca gente besa consciente de lo que significa un beso como Dios manda.




















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