Si algo detesto de verdad en este mundo, son las banderas.
Todas me molestan porque separan y discriminan.
Solo me gusta la blanca que es el símbolo de La Paz.
Cuando fui a vivir a Los Ángeles tomé unas clases de ingles en la Escuela antes de ir a la Universidad.
Todos los alumnos éramos extranjeros, pocos latinos, algunos rusos y yo.
Recuerdo cómo me emocioné cuando el profesor abrió el mapa de los Estados Unidos y dijo que había cincuenta estados, me pareció milagroso.
Yo llegaba del país vasco que es muy pequeño, pertenece a España pero mucha gente luchaba sin descanso para conseguir la independencia.
No soy racista, al contrario, desde que era pequeña sentía atracción por todo lo diferente, lo extranjero.
No le veo la gracia a los grupos cerrados, me gusta que todo sea abierto y libre, lo que no implica que me encanten las diversas culturas y que me guste estar informada.
Recuerdo una fiesta en Barcelona, una amiga celebraba su cumpleaños y había invitado a una amigas que eran independentistas y para homenajearlas se le ocurrió poner una estelada en la escalera, ante la cual su hermana que se consideraba española puso el grito en el cielo y yo le apoyé porque también me sentí discriminada, por lo que mi amiga que es la persona más abierta del mundo, quitó la bandera.
Hablé un rato con las chicas independentistas y comprendí que tuvieran sus razones para querer la independencia.
Me pasa lo mismo cuando hablo con los vascos independentistas, tienen sus razones, pero yo no siento lo mismo.
Yo no siento nada.
Me siento ciudadana del mundo y cuando voy a otro país intento integrarme, aprender y disfrutar de todo lo que tienen, bien sea el arte, la gastronomía, la simpatía de la gente.
Es necesario estudiar un poco la cultura de un país para poder apreciarlo.
Por ejemplo, cuando fui a Taiwan, no tenía ni idea de su cultura y me costó disfrutar de la comida, no tenía nada que ver con la china, pero por lo menos disfruté con los museos, los salones de belleza y los templos.
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