Llevaba muchísimo tiempo intentando ver Rocketman, la historia de Elton John, ya que Pilar no solo me la había recomendado en varias ocasiones, sino que me había advertido que era todavía mejor que Bohemian Rapsody.
Por más que lo intentaba no lo conseguía, era imposible.
Llegué a hacer la tontería de apuntarme en un servidor que la anunciaba pero como no me atrevía a poner los datos de mi tarjeta de crédito, lo hice con una tarjeta virtual.
No voy a contar los pormenores porque me aburren demasiado, prefiero decir que gracias a las clases con Oscar Ciencia, el mago de la informática, he conseguido verla y me ha encantado, emocionado y elevado mi espíritu.
Pienso mucho en el significado del talento, en ese don que tienen algunas personas y que si son capaces de desarrollarlo pueden conectarse con algo superior de donde procede la aptitud para hacer algo realmente grande y valioso.
Es intangible, aquello que hacía que Salieri envidiara a Mozart y le volviera malvado.
Lo mismo que hacía sonreír a Andy Warhol cuando recordaba que en Nueva York, alguien quiso comprarle su aura.
He conocido a varias personas con auténtico talento y me quedo fascinada sobre todo si son humildes, lo cual no es fácil.
Admiro la humildad en sí más que nada en el mundo y si además procede de una persona talentosa, me puedo desmayar de gusto.
No sabría definir el talento, no me complace lo que dicen los diccionarios, pero algo en mí es capaz de sentirlo en quien lo tiene y es maravilloso.
Me dijo Dorita Castresana que era sabia, que si no se desarrolla, se pierde.
Resumiendo, que no está garantizado.
Recuerdo que cuando yo era profesora de dibujo y pintura en una academia de Las Arenas, había un chaval muy joven cuyos padres estaba preocupados porque eran excesivo en todo, solo quería dibujar cómics.
Yo le animaba pero no le quedó más remedio que seguir las normas y me encontré con él hace años y ya era un hombre serio, formal, en el que no encontré ni un ápice de lo que había divisado en él cuando era un niño.
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