domingo, 10 de marzo de 2019

DOS MIL SETECIENTOS VEINTITRÉS








Casi todos los que asistimos al taller de Escritura de Íñigo Larroque, llevamos años viéndonos y nos conocemos.
Sabemos los estilos de cada uno y rara vez nos sorprendemos, no obstante el jueves pasado, Gobi, que se supone que tiene entre manos una novela autobiográfica, arremetió sin tapujos contra la gentrificación de Bilbao La Vieja, actualmente llamado Bilvi y debo reconocer que me fascinó.
No sé si pienso lo mismo o si lo había pensado en algún momento y lo tenía escondido, en cuyo caso Gobi lo despertó.
Describía sin ambages lo que está sucediendo en bastantes lugares del planeta.
Es algo tan artificial que no acaba de convencer a los que se supone que debe atraer.
En vez de dejar que las ciudades se desarrollen de una manera natural y orgánica, intentan organizarlas desde una intervención autoritaria con pretensiones artísticas y los resultados no alcanzan el éxito esperado.
Me recuerda a un lugar de Los Ángeles llamado Venice, cuyo nombre se asocia con la Venecia italiana, que está al lado de Santa Mónica, en plena playa y que se hizo con la intención de que fuera el barrio bohemio por excelencia.
Quedan algunos canales de aquellos once kilómetros que fabricaron en su día y que dieron nombre al lugar que pretendía ser la sede de los artistas angelinos.
En lugar de eso, consiguieron que Venice Beach sea la playa más divertida y excéntrica de todas las que he visto en mi vida.
Lo que han conseguido en Bilbao es diferente.
No sé si han obtenido lo que esperaban. 
Tampoco sé lo que pretende el Ayuntamiento.
De lo que estoy segura es de que en los barrios del actual Bilbao mandan los arquitectos.

De hecho ya le han otorgado el Pritzker 2019 a Arata Isozaki, cuyas torres frente al puente de Calatrava, cerca del Guggenheim de Frank Gehry, la biblioteca de Moneo y la torre Iberdrola de César Pelli, han creado un espacio monumental, en el que solo faltaría que hubiera una entraba al metro de Sir Norman Foster.








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