sábado, 30 de marzo de 2019

DOS MIL SETECIENTOS TREINTA Y SEIS








En el mercadillo ecológico de las sábados aprendo mucho, no solo sobre agricultura ecológica y maneras de cocinar y conservar, sino también a distinguir el trigo de la paja, ya que entre las mesas que son pocas, de repente aparecen algunas que no concuerdan con lo que se ofrece.
El ambiente general es amable, de personas concienciadas que hacen un gran esfuerzo para mantener su trabajo. He observado que mientras los bares de la zona están repletos de gente tomando el aperitivo, sobre todo las famosas rabas de los fines de semana, en el mercado hay poca gente y unos pocos compramos, los demás curiosean y se nota que no saben qué tiene de especial lo que venden allí.
No solo hay verdura y alguna frutilla con mala pinta aunque deliciosa al paladar, sino que hay puestos  con el certificado ecológico porque alimentan a sus animales como lo hacían sus antepasados.
En principio yo no como animales de cuatro patas, del reino animal solo pollos de corral y pescado salvaje, si es posible, aunque reconozco que un día que Mattin me invitó a comer una chuleta que tiene fama de ser la mejor de Getxo en un bareto de Romo, me entró como si fuera tocino de cielo.

Ayer comí con Rosa sin espinas en un sitio moderno de Bilbao que pertenece al famoso chef Daniel García que ya en su día montó el Zortziko cuando todavía casi ni se hablaba de estrellas Michelín. Está en la parte de abajo de la casa de mis padres, en la Alameda de Mazarredo, en la que yo viví hasta que me casé, sin contar los años que me tuvieron interna.
El de ayer se llama Atea, es alegre, moderno y cuidado, diseño estilo sueco, en Uribitarte, zona Guggenheim, la que más me apetece hoy en día.

No me extraña que el doctor higienista Eneko Landaburu cuya alimentación es muy frugal, tanto la suya como la que se hace en sus casas de reposo, dijera:

“La gente adora la comida, siente veneración”.

Es la verdad, no tengo nada que objetar.
















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