martes, 10 de abril de 2018

DOS MIL NOVENTA Y SIETE






Me siento rara.
Tengo la sensación de que no tengo nada que ver con mi entorno.
Yo no puedo juzgar a nadie, mejor dicho, no soy la persona adecuada para hacerlo, porque he mentido mucho a lo largo de mi vida y robaba cuando era toxicómana, por lo que no me siento con derecho a criticar a quienes lo hacen.

Ahora he cambiado e intento comportarme, por eso me doy cuenta de que no quiero discutir ni participar en lo que me rodea.
No me siento fuerte.

Tal vez me esté dejando llevar por la pereza.
No lo sé.
Tengo altibajos.
A veces me creo que estoy estupendamente y de repente, cuando menos lo espero, lo único que me apetece es descansar.

En mi casa no hay cortinas.
Por todas las ventanas entra la luz o la oscuridad.
Estoy muy alejada de las casas, así que esté donde esté, se ve el campo, el cielo, el sol, la luna, la lluvia, las nubes, el paso de las golondrinas y todo cambia constantemente.
Me gusta vivir casi en contacto con el exterior, aunque siempre cierro las ventanas porque me molesta el ruido exterior y aprecio la sensación de estar en silencio y al mismo tiempo ver lo que pasa fuera.
Vivo como retirada.



Cuando murió mi hijo Carlos, tenía que examinarme de tres asignaturas que me quedaban para terminar la carrera de Bellas Artes.
No me encontraba en disposición de afrontar semejante protocolo, por lo que mis amigos hablaron con los profesores y resolvieron mi problema.

Todavía estoy agradecida, tanto a los profesores como a mis compañeros.
Nunca me sentí culpable culpable, me pareció un acto de amor por ambas partes.

Estando embarazado de mi hijo pequeño se me quitaron las ganas de seguir y me quedé con el título de Profesora de Dibujo, que es el que tengo ahora.

Empecé a hacer el trabajo para la licenciatura con el que había sido mi profesor desde que empecé la carrera, Paco Juan, quien consideró que yo tenía obra más que suficiente para que fuera el tema de la tesis.
Todo se quedó en el camino.
Paco murió.
Descanse en paz.








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