viernes, 13 de abril de 2018

DOS MIL CIEN










Ayer estuve en el campo, en plena naturaleza, donde casi no hay casas. 

Recordé que hasta que empecé a fumar hachis, metidos en un coche en lugares apartados, con la música a tope contemplando el paisaje, nunca me había fijado en la belleza de la naturaleza.

Estoy hablando de hace más de cuarenta años, cuando por primera vez en mi vida, descubrí que existía algo que me colocaba.
No me imaginaba que pudieran existir ese tipo de sensaciones.
Tal vez había probado el alcohol alguna vez pero ni me gustaba, ni me sentaba bien.
Así que descubrí el paraíso.
Cambió mi vida para siempre.
Pasé de ser una incauta, a creer que había encontrado el remedio para todos mis miedos e inseguridades.
Dejé de ser tímida y me di cuenta de que tenía un mundo propio, que me ofrecía seguridad en mí misma, algo que nunca había experimentado.
Hasta entonces creía que estar con gente era imprescindible.

Me volví fanática.
Me atraía la idea de hacer algo que estuviera  prohibido.
Tenía un secreto.
Fue una época interesante de mi vida.
No reniego de ella.
Tenía la cabeza cerrada y gracias a esta experiencia, me empecé a abrir y comprobé al placer de la desobediencia.

Hasta entonces había sido obediente, lo cual significa que no me había enterado de nada y comprobé que casi todo lo prohibido es más interesante que lo permitido.












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