jueves, 19 de abril de 2018

DOS MIL CIENTO SEIS






Al sentarme frente al ordenador y a pesar de que tengo algunas cosas pendientes de las que tendría que ocuparme, prefiero escribir y hablar de todo lo que me llamó la atención ayer y que quisiera recordar y llevarlo a cabo, porque sé que es bueno y relajante.

Se trata de lo siguiente:
Se ha puesto de moda el orden como tendencia.
Le llaman la religión que impera.

Pasos a dar:

Llenar cada día una bolsa con todo lo que se va desechando mientras se ordena.
A los cuarenta días, habremos tirado cuarenta bolsas y hacemos un examen del aspecto de nuestra casa y de la inmensa felicidad que vamos a experimentar.

Estoy deseando empezar, pero tengo una costilla rota y no me encuentro en situación de hacer movimientos.
Podría parecer una excusa, ojalá lo fuera porque cada vez que me muevo, casi me muero de dolor.
Luego se pasa y vuelta a empezar.

El placer que me proporciona el orden es inmenso, me pregunto por qué no soy más ordenada, aunque tampoco quiero sentirme culpable.
Pizca decía:

Hay que aprender a vivir en el orden y en el desorden.

Yo vivo en el intermedio.



Definitivamente he llegado a la conclusión de que después del silencio, lo que más me emociona es el canto del ruiseñor.
Estoy esperando, con impaciencia, que llegue el mes de mayo, que es cuando los ruiseñores cantan de día y de noche.
Su canto me produce una euforia especial.
El ruiseñor no canta para comunicarse con los demás ni para conquistar a las damas, simplemente lo hace por placer, no solo el propio, sino también el ajeno a juzgar por el éxito que tiene.
El ruiseñor es libre y salvaje.
En cautividad muere de tristeza.
Pone su nido en el suelo, en un bosque con arbolado.

En Rusia los veneran y los conocen bien, distinguiendo sus tribus e incluso las edades de los pájaros a través del canto.













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