domingo, 29 de abril de 2018

DOS MIL DOSCIENTOS SEIS







He llegado a un momento en mi vida, en que siento una verdadera atracción por el campo y el contacto con la naturaleza.
Tengo la sensación de que hasta ahora me sentía más a gusto en la ciudad y en lo que ella me ofrece.
Me gustan los museos, los cines, las tiendas, las librerías, los restaurantes y la gente que se pasea por la calle, sobre todo en las grandes ciudades como París, Nueva York o Londres.
No obstante, ahora prefiero ir al campo y pasearme a la sombra de los árboles, abrazarme a alguno que me haga sentirme segura y comer en un caserío donde los dueños cultivan su huerta y la etxeko andre (ama de casa en Euskera), cocina con amor.

Tengo la sensación de que el verde me cura.
Al llegar a casa después de un día pasado en la naturaleza me siento renovada.

A lo largo de mi vida he estado en contacto con la mar, he navegado, he pescado, he nadado, he ido a playas salvajes, pero hasta ahora no había sentido esa atracción por el campo, por al vacío aparente que ofrece, hasta que me tumbo a la sombra de un roble y me quedo adormecida escuchando el canto de los pájaros.

La verdad es que todos los sonidos me deleitan.
Los cencerros de las vacas, el rebuzno de un burro, las campanas de una iglesia, el balido de una cabra, el canto de un gallo y sobre todo, me quedo entusiasmada cuando escucho el canto de los pájaros, sobre todo si tengo la fortuna de escuchar a un ruiseñor.













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