miércoles, 25 de abril de 2018

DOS MIL DOSCIENTOS DOS






Me aconsejan que regale a mi madre un libro en el día de la madre.
Me parece una falta de sensibilidad.
¿Acaso no se han enterado de que mi madre ya se fue hace varios años?

Cuando todavía estaba aquí, a veces le regalaba libros, sobre todo cuando alguno me había gustado mucho y pensaba que a ella también le gustaría.

Recuerdo que, cuando leí La montaña mágica de Thomas Mann, me cautivó de tal manera, que lo consideré apropiado para ella y se lo regalé con ilusión.
Estaba bastante garantizado que seria de su agrado, puesto que es alemán y mi madre, que presumía de tener un carácter alemán, heredado de su abuelo materno, que se apellidaba Nordhausen, no obstante no solo no le gustó, sino que más bien le aburrió.

Comprendo que es un libro lento y que no ocurren cosas extraordinarios, pero a mí me encantó, me pareció muy placentero y aprendí que en los lugares para curarse, los visitantes pueden enfermarse.

Thomas Mann había ganado el premio Nobel, aunque no con ese libro sino con los Los Buddenbrook que es mejor y más entretenido, pero todavía yo no lo había leído.

A mi me encanta la literatura alemana.
Conocí a una persona que había sido capaz de hacer el esfuerzo de aprender alemán, para poder leer a Goethe en versión original.

Mientras escribo este texto aparece mi hijo Jaime que habla alemán muy bien y le comento este párrafo.
Me cuenta que el vocabulario de Goethe tiene cincuenta mil palabras y que incluso él, que ha vivido en Alemania y ha trabajado en alemán, tiene que hacer tanto esfuerzo para leer a Goethe, que no disfruta.

Cuando mis hijos eran pequeños les mandé al colegio alemán, porque me parecía que las personas que habían estudiado allí, estaban más y mejor preparadas que las demás.
Para poder ayudarles, me apunté en una academia de Bilbao en la que aprender alemán yo también, pero no conseguí nada.
Echaron a mis niños unos detrás de otro y no me importó porque tenían que entrar muy temprano y además, no eran felices.

Ahora, dado que mi hijo el pequeño vive en Berlín, estoy estudiando alemán con el ordenador, cinco minutos cada día cuando me meto en la cama y así, tontamente, he aprendido a decir algunas palabras esenciales para cuando vaya a visitarle.

Me encantan los idiomas y lo bueno del alemán es que la pronunciación no es difícil para los españoles.








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