sábado, 20 de junio de 2020

CUATRO MIL CUARENTA Y OCHO









He leído en Facebook que ayer un policía amenazó con la pistola a una chica y de repente he recordado algo que pasó hace mucho tiempo y que estaba escondido en algún rincón oscuro de mi cabeza.
Eran las épocas en que fumar hachis todavía se hacía a escondidas.
Yo le había dado dos mil pesetas a un chaval que iba a comprar marihuana en San Sebastián y como yo una lista de once personas, cuyos nombres apuntaron en un papel con la cifra exacta que cada uno había entregado de antemano.
Los niñatos convertidos en traficantes decidieron probar la hierba antes de repartirla, para lo cual aparcaron el coche en el parque del Carmen de Neguri.
Era de noche y entre el musicón, el humo y el olor que desprendía la fumarola, los secretas que escondidos en una furgoneta disimulada protegían a un amenazado de ETA, aburridos de no hacer nada, decidieron investigar lo que estaba pasando en aquel cochecito lleno de gente.
Les llevaron a la comisaría y por lo que me contó Daniel Romero, a la sazón el comisario que llevó el caso, cantaron como auténticos jilgueros sin necesidad de emplear ninguna técnica específica, incluso enseñaron la lista en donde estaban escritos con pelos y señales los nombres y apellidos de todos los que habíamos contribuido al narcotráfico, entre los que se encontraba el mío, por lo que al día siguiente se presentaron en mi casa dos secretas y me pidieron que les acompañara.
Obedecí dispuesta a negar la evidencia que no me sirvió de nada puesto que lo escrito queda para la eternidad.
Sin ni siquiera haber probado la hierba me llevaron a la comisaría de Indauchu, me metieron en una celda cochambrosa y allí me dejaron sin darme explicaciones.
Pasó el tiempo y apareció una chica muy joven y muy guapa, de unos quince años que se movía a sus anchas en esa celda en la que ella tenía costumbre de dormir por lo que me contó y por la naturalidad con la que se comportaba.
De repente llegó un policía mayorcito o por lo menos a mi me lo pareció, agarró a la chica, le dijo que se tumbara en el suelo, me dijo que saliera y se quedó en la celda con mi nueva compañera, que a juzgar por su comportamiento no parecía extrañada de lo que le estaba pasando.
Yo no sabía qué hacer, era una situación tan nueva para mí que ni siquiera pensé en escaparme.
Nadie me vigilaba.
Creo que pensé que lo único que tenía que hacer era esperar a que el policía terminara lo que había empezado.
Al cabo de un ratito salió de la celda, me dijo que entrara y dejó que la chica se fuera.
Luego pasó todo lo demás que ya lo conté hace mucho cuando empecé el diario.
No me apetece recordar lo sucedido.
Aprendí mucho en aquella terrible semanita.











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