domingo, 2 de diciembre de 2018

DOS MIL QUINIENTOS SETENTA








Ramón Irigoyen, magnífico escritos navarro, dice que cuando ve una falta de ortografía siente tanto dolor como si le amputaran un brazo.
Ya sé que exagera, pero puedo entenderle.
Creo que todos los libros tendrían que pasar por un buen corrector antes de salir a la luz, así como los artículos de los periódicos y las revistas.
Bastante daño hacen las personas que hablan en los medios, que confunden los significados de los verbos, entre otros disparates.
Tengo un amigo, Manolo Eguiraun, que estudió Filosofía y Letras en Deusto y habla como los ángeles. No solo no comete errores sino que tiene gracia para contar lo que sea.
Un día, yendo a Madrid en coche, paramos en una gasolinera y tomamos algo en el bar.
Hablando de la corrección del castellano, le pregunté si no sufría con los horrores que se cometen con el lenguaje y me dijo que lo aceptaba, que no le quedaba más remedio.
Lo peor es la estulticia, la gente que no quiere aprender.

Un día que mi sobrina Inés Oraa dijo: “dentro mío” su padre le corrigió: “dentro de mi” .
Yo estaba delante y ella no dijo nada, pero hizo ademán de que le había molestado.
Me entrometí donde nadie me había llamado y salí escaldada:

“Podías estar agradecida Inés, de tener un padre que te corrige, así tienes la oportunidad de aprender"
Me miró y me soltó:

“No te pongas intensa tía Blanca”










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