viernes, 14 de diciembre de 2018

DOS MIL QUINIENTOS OCHENTA Y UNO








Me gustan tanto los caseríos vizcaínos que nunca me canso de contemplarlos y quedarme extasiada ante ellos.
Hace muchos años, antes de terminar Bellas Artes, mi madre me recomendó que pintara caseríos porque se venderían bien.
Le hice caso, el tema me gustaba, aunque hasta entonces no recuerdo que se me hubiera ocurrido pintarlos.
Me iba al campo y sacaba fotos de los caseríos que llamaban mi atención.
En una tienda de Bilbao en la que enmarcaban y vendían cuadros, vi un cartel que rezaba:

Se compran caseríos al óleo

Así que una soleada mañanita de primavera, me presenté allí con mi caserío debajo del brazo.
Me recibió el dueño. Cuando vio mi obra de arte se puso a gritar como si estuviera endemoniado, diciendo que eso no era lo que él vendía en su tienda, que más bien parecía un cartel para una inmobiliaria y que solo le faltaba el anuncio: 

SE VENDE

Un caserío bien pintado tenía que estar rodeado de flores, huertas y árboles, haber pintado solo la fachada era inadmisible y más insultos que no quiero recordar.
Salí de allí con las orejas gachas y cuando se lo conté a mi madre, no dijo nada para no ofenderme, pero le leí el pensamiento y creo que opinaba algo parecido a lo que me dijo aquel caballero. 
Como a mí me gustan los caseríos de cerca, seguí pintando caseríos, millones de caseríos, sobre todo los de Uribe Kosta.
Los expuse y me los quitaban de las manos, solo me queda uno que presenté en Arteder 78 y obtuvo bastante más éxito del que yo esperaba. 

Este recuerdo viene a cuento porque he vuelto a las andadas. Ahora que hago una vida tranquila y que  he cancelado los compromisos que tenía, me gusta salir en busca de caseríos abandonados. 
Ya no los pinto, solo los miro y les hago fotos.












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