sábado, 22 de diciembre de 2018

DOS MIL QUINIENTOS OCHENTA Y SEIS







Creo que tras darle muchas vueltas al asunto, he llegado a la conclusión del motivo que me hace detestar la época navideña.
Lo que podían haber sido maravillosos momentos de infancia pronto se convirtieron en decepciones.
En la casa de mis padres todo parecía que iba a ser encantador, nacimiento, árbol, los crackers especiales comprados en el extranjero que traían los tíos Gondra que eran ricos, elegantes, cariñosos y muy generosos. Las viandas también eran especiales, mi madre era experta en el terreno gastronómico y sabía recibir y organizar fiestas como nadie.
Ese tema en aquella época carecía de interés para mí. 
Yo esperaba algo especial, mágico, algo especial que nunca llegaba.
Más o menos todos los años eran iguales y no sucedía nada extraordinario, excepto un regalo de Reyes que me fascinó. Era una especie de tienda de madera que mi madre encargó al carpintero, pintada de azul marino y con mi nombre en blanco.
Ahí podía exponer y vender mis dibujos y mis objetos a las personas que venían a casa. 
Tenía muchos hermanos y recuerdo que siempre había gente entrando y saliendo.
Ese es el mejor recuerdo que guardo de las navidades pasadas en la casa de mis padres.
Luego llegaron todas las demás fiestas de mi vida y cada vez me resultaba más difícil afrontarlas. 

Ya mayorcita y gracias a Prem Rawat aprendí que “las expectativas son la causa del sufrimiento” por lo que lo único que deseo es que pasen cuanto antes y no cansarme demasiado.

El año pasado vivieron los berlineses, Mattin, Lisa y Odita y no puedo negar que lo pasé muy bien pero terminé agotada, por lo que este año que no vienen no estoy decepcionada, casi lo agradezco, necesito descansar.







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