lunes, 12 de noviembre de 2018

DOS MIL QUINIENTOS CINCUENTA Y CUATRO







A menudo la vida depara sorpresas que me obligan a pensar, una vez más, que algo o alguien está pendiente de la trayectoria de mi vida y me regala señales para que lo tenga presente y siga confiando.
Tuve la fortuna de vivir con mis padres en la calle que más me gusta de todo Bilbao, la alameda de Mazarredo, la cual, aunque hoy en día se ha convertido en bastante céntrica, cuando yo era joven estaba un poco alejada.
No había tiendas ni el Guggenheim.
Creo que se podía considerar como zona residencial.
Recuerdo con entusiasmo, llegado el momento en que me permitieron salir a la calle sin nadie que me acompañara, uno de los primeros planes que hice sola y emocionada, fue ir paseando bajo los tilos hasta el museo del parque.
No había un alma.
Todos los cuadros para mi solita.
Me sentía especial.

Al casarme vine a vivir a Las Arenas y a veces iba con mis hijos a Zugazarte, antes le llamaban El Verde, una vez más disfrutando de esos tilos que me acompañan como si supieran que necesito la calma y serenidad que proporcionan.

Más tarde decidí cambiar de casa y por esas cosas que suceden sin buscarlas, encontré un pisito en una calle que se llamaba Particular de Aiboa a la que más tarde cambiaron el nombre, no obstante sigue manteniendo unos tilos preciosos aunque no tan grandes y majestuosos como los de la alameda de Mazarredo, más no por ello menos disfrutables.

Siendo el tilo un árbol imponente que llega a vivir hasta novecientos años, ha sido considerado como un elemento sagrado entre las antiguas tribus indoeuropeas.
Al ser de hoja caduca, en otoño cambia su color verde por el amarillo y más tarde muere la hoja, cae y queda solo el esqueleto.
Es entonces cuando lo podan y al llegar la primavera, en muy poco tiempo se cubre de hojas que conserva durante el verano, ofreciendo una sombra encantadora.









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