viernes, 16 de noviembre de 2018

DOS MIL QUINIENTOS CINCUENTA Y CINCO







Casi como si fuera un juego, me comprometí con mi hijo Jaime a escribir un libro entre los dos.
Me gustaba la idea de tener un proyecto en común, sobre todo porque él estaba entusiasmado.
La idea consistía en que durante su estancia en Bali, él se dedicara a escribir la novela que ya tenía en su cabeza, me fuera enviando los capítulos y yo cooperara en alguna medida.

Mi contribución no quedó muy clara y creo que esa falta de precisión está afectando a mi trabajo actual.
Jaime tiene una manera de escribir muy suelta, como si no se diera cuenta de que hablar y escribir son dos cosas diferentes.
Lo que él cuenta en sus libros resulta ameno y entretenido, pero su estilo y el mío son tan opuestos que es muy difícil hacer lo que se supone que me toca: corrección de estilo.
Creo que no soy capaz de hacer lo que él espera de mi.
Tengo un estilo tan personal que no se puede compaginar con el suyo.

Me tendré que limitar a poner acentos y comas, poco más.
Somos antagónicos.

Adopto como mía la frase de Juan Bas: 

Escribir es abreviar

No sé cómo salir de esta especie de tortura en la que me he dejado involucrar por no especificar la labor de cada uno desde el principio.
Me consta que el trabajo en equipo es lo mejor que existe, no obstante cuando la creatividad está en juego, todo se vuelve delicado.










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