jueves, 12 de septiembre de 2019

DOS MIL NOVECIENTOS SIETE










El paso del tiempo es inexorable.
Me parece mentira que hayan pasado poco más de tres meses.
Hubo un momento en el que de repente me encontré ingresada en el hospital, con el diagnóstico de leucemia y diez días por delante para saber si viviría o moriría.
Eso nos dijeron a mis hijos y a mí.
Mattin, que vive en Berlín, cogió el primer avión y se presentó en Cruces.
Lo que sentí en ese momento en el que mi cuerpo estaba lleno de manchas, es lo que le dije a la doctora:

Si ha llegado el momento de mi muerte, lo aceptaré.
He vivido con intensidad, pero la verdad es que preferiría vivir.

Me encontraba aislada en una habitación en la que había que entrar con mascarilla.
Pasaron esos días y yo seguía viva, enganchada al palo del que pendía el arsénico, la sangre, las plaquetas y el suero, según mis necesidades.
Me costaba creer lo que sucedía.
Estaba muy asustada.

No me sentía con fuerzas para recibía visitas excepto hijos y hermanos.
Mis hijos se ocupaban de traerme lo que necesitaba.
Al cabo de cinco semanas me dejaron venir a casa y empecé una nueva vida.










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