martes, 7 de noviembre de 2017

MIL CINCUENTA Y DOS








Me cuesta seguir el ritmo de la vida actual, es vertiginoso.
Me empeño en ir suave pero la corriente me lleva, supongo que lo mejor será no oponer resistencia y adaptarme, para lo cual, tengo que quitarme cargas inútiles.
De la misma manera que los peregrinos que van a Santiago a pie, se arreglan con una mochila y son felices, así yo podría ir reduciendo poco a poco todo lo que no es necesario y despejaré el camino.
Porque lo malo de tener cosas fuera, es que se meten dentro y pesan en mi cabeza.
Dan trabajo.

A veces quiero pensar que el orden no es imprescindible pero para tener la mente relajada, yo lo necesito.
Y para tener orden, es fundamental disponer de lo mínimo.
Mi problema con el orden es el siguiente:

De repente decido que tengo que ordenar mi ropa o mi biblioteca o mis papeles, lo que sea y lo hago con gran esfuerzo y me quedo satisfecha.
Lo miro, me siento complacida, saco fotos y deseo que persista así.
No obstante ahí empieza dificultad.
Me falta perseverancia para mantenerlo, por lo que poco a poco todo vuelve a ese estado, que está pidiendo a gritos que le preste atención.
Son mis cosas, nadie puede tocarlas, son demasiado personales.

Por lo que al cabo del tiempo, vuelta a empezar.

Tiro cosas que no necesito, pero se reproducen.

Ahora llevo a Zara la ropa que no utilizo, han puesto unas cajas y dicen que reciclan todo para gente con problemas, me imagino que lo llevarán a los refugiados, no sé los detalles, pero me viene mejor hacer eso, que tirarlo sin más.

No sé si será por los años o por la rodilla o porque me estoy volviendo vaga, pero la verdad es que cada día me cuesta más moverme.

Solo no me canso cuando estoy sentada delante del ordenador, ahí soy feliz.
En la cama también.


En resumen, que me tengo que tomar la vida con calma y no culpabilizarme si noto que la indolencia me arrastra.







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