jueves, 9 de noviembre de 2017

MIL CINCUENTA Y CUATRO









La primera vez que me echaron del golf lo hicieron sin motivo.
Yo había empezado a fumar hachis y me encantaba y quería aprender más de ese mundo misterioso, del que ni siquiera había oido hablar pero me resultaba turbador.
La primera vez me ofrecieron un porro en Nueva York, pero la verdad es que no me enteré.
Fue algo de pasada y quedó en el olvido.

No obstante, cuando una noche de fiesta que terminó en mi casa, alguien sacó un buen trozo de chocolate, puso Pink Floyd y se pasaban los porros como si fuera la pipa de la paz, decidí que había encontrado el Santo Grial.

Esto es lo mío, pensé.

De hecho, al día siguiente llamé a mi prima Isabel que vivía en Madrid y en cuanto cogió el teléfono, le dije:

Soy drogadicta.

No sabía yo bien, que estaba adelantándome al futuro.
Desde aquel día, trataba por todos los medios de conocer a gente que ya estuviera metida en ese mundo, para que me fuera enseñando los pasos a seguir.
No fue difícil.
Getxo estaba plagado de gente que fumaba en sus coches con la música a tope y en lugares muy escogidos, en los mejores paisajes de la naturaleza.
Pronto encontré amigos que ya estaban avanzados en ese camino y que no pusieron ninguna objeción en enseñarme cómo funciona el asunto.
Al principio era difícil encontrar camellos por aquí, por lo que todo resultaba más fácil yendo a Biarritz, en donde conocí a las personas adecuadas, que me facilitaron las cosas.

A pesar de que la noche en la que fuimos iniciados en ese tema también estaba Carlos, mi marido, él prefirió seguir con el alcohol, que era a lo que estaba acostumbrado.
Tal vez eso también contribuyó a que nos distanciáramos, porque yo había encontrado la felicidad, la piedra filosofal.
Continué así, siguiendo las recomendaciones de los más adelantados y reconozco que fueron unos años estupendos.
Iba a la facultad de BBAA, trabajaba bien, escuchaba música, salía al campo con mis hijos, visitaba las galerías de arte, todo iba viento en popa, hasta que una tarde se presentó mi padre en mi casa y me dijo que me habían invitado a darme de baja del club de golf de la Galea, porque Álvaro Líbano, me había acusado de enseñarles a sus hijos a drogarse.
Se confundió, había sido al revés, pero me callé.
Era ridículo que dijera eso.
Además, yo creía que éramos amigos, porque como él sabía que me gustaba el arte y la arquitectura, hasta me había llevado en su coche a ver un edificio suyo y siempre era simpático conmigo.
Y lo peor del caso es que el presidente del club en ese momento era el marido de una prima mía.

Le dije a mi padre que no tenía intención de darme de baja, que me echaran si querían.
Entonces mi padre, muy suave, me dijo:

Si no te importa mucho, yo te agradecería que te dieras de baja porque si te echan, yo me sentiría obligado a darme de baja y a mi me gusta ir a jugar al bridge.

¡Ah! Bien pues entonces me doy de baja, a mi no me importa nada, me hacen un favor porque yo allí nunca he sido feliz.









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