sábado, 8 de julio de 2017

TRECIENTOS VEINTITRES







Cada día es nuevo y depara sorpresas encantadoras.
Poco a poco, a medida que me voy tranquilizando, empiezo a ser capaz de apreciar lo que viene, porque en vez de reaccionar deprisa y corriendo como una loca que ha perdido la cabeza, me tomo mi tiempo y al ver las cosas desde cierta distancia, las entiendo y con la comprensión puedo aceptar con más facilidad, lo que en un principio podía asustarme.
El miedo ha sido mi peor defecto.
Antes tenía miedo a todo, es decir, a la vida.
No pensaba en la muerte.
Bastante tenía con afrontar la vida y sus monstruos.
Parecía que las drogas me tranquilizaban pero era mentira, lo único que conseguían era impedir que viera mis miedos.
En Proyecto Hombre aprendí, o por lo menos me enseñaron a afrontar, esa era la palabra clave, afrontar y así aprendí a darme cuenta de que era más valiente de lo que creía y empecé a afrontar, una palabra de la que no sabía ni siquiera el significado.
Carlos Artiach, mi exmarido, me solía decir que yo era como el avestruz, que esconde la cabeza ante lo que no quiere ver.
No le faltaba razón.
Ahora, no obstante, afronto con tranquilidad.
No quiero presumir demasiado, porque todavía tengo los nervios disparatados, pero el hecho de hablar del asunto, significa que estoy aprendiendo a superar el miedo.



Para poder hablar de mis propias emociones sin temor a que mi familia se irrite, considero imprescindible escribir ficción.
¿Cómo voy a decir lo que supuso para mí, verme con tres hijos, cuando tenía veintitrés años y un marido que no me hacía mucho caso y muy poco a nuestros hijos?
Además, mi marido salía cuando le apetecía pero yo tenía que quedarme en casa cuidando de los niños.
Las cosas eran así.
El marido trabajaba, traía el dinerito y la mujer se ocupaba de la casa y de los hijos sin protestar.
Yo no tenía seguridad en mí misma, era una niña enamorada o así lo creía, dispuesta a sacrificarme por mi amado.

Eso duró poco.
Ser ingenua no implica ser idiota.
En cuanto me di cuenta de que estaba desperdiciando mi vida, tuve la suerte de que inauguraron la escuela de BBAA en Bilbao y entre que eso era lo que había querido estudiar desde pequeña y que necesitaba poner mi atención en algo que no fuera Carlos Artiach, me matriculé y empezó un periodo de mi vida que sin ser perfecto, me salvó del sufrimiento.
En aquella época no había psiquiatras o por lo menos no se les nombraba.
A nadie se le ocurría que una persona que no lo está pasando bien necesita ayuda, para eso están los sacerdotes y la confesión.

Ser muy joven, no saber nada y esperar en la cama a que llegue un marido que ha estado tomando copas por ahí, es una sensación que no se la deseo a nadie.
Es triste y humillante.
Poco a poco me iba convirtiendo en alguien que no era yo.


Ser consciente de que mi felicidad empieza y termina en mi, es una maravilla.

Yo mando, no permito que nada ni nadie me haga daño.




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